lunes, 6 de julio de 2020

¿Qué me está pasando?



Esta es la pregunta que me hago. viéndome cabizbajo y apoyando la mano en una mesa.
Más o menos tengo todo lo que consideraba que me gratificaba.
Pero hay un dolor, una sensación constante que me hace preso en el pecho.
Y es en ese punto donde no sé qué maniobras hacer. Pararme, detenerme, meditar, alimentarme, conocer gente nueva, aislarme o dirigirme voraz al exterior...
Dentro de toda esta sensación es curioso que en el fondo note una ligera comodidad, una seguridad sutil de que me estoy escuchando, de que no estoy siendo incoherente.
Sin embargo, lo que noto perpetuado en mi pecho, que se extiende a mis brazos, mi columna vertebral y mi frente es un gran sentimiento, tan elocuente y derrotista como denota su amplia expansión.
Es un sentimiento que no se puede apaciguar, es como si lo tuviera, y ya no pudiera hacer nada con él. Es un sentimiento de fracaso, que obnubila mi percepción con facilidad y me hace fascinarme ante el recuerdo irrecuperable.
Resulta especialmente llamativo que ahora que mis proyectos están surgiendo, ahora que todo está  saliendo como es debido, asome este sentimiento ataviado con constantes argumentos. Brota a borbotones y a veces siento que me atraganta la garganta.
Para mi el diagnostico es sencillo y claro.
Amor.
Es eso lo que no siento desde hace mucho tiempo.
Siento que en mi vida las cosas están configuradas de una manera en la que el amor no puede entrar, creo que lleva mucho tiempo sin hacerlo.
Mientras escribo estas palabras entristezco, la emoción se filtra por mi frente y me entran deseos de llorar.
Pero enseguida se esfuman, como siempre, mis emociones galopan volátiles,
arremeten y se van, asoman el rostro y de pronto vuelven a irse.
Ahora me detengo y observo el escenario de mi vida.
Aprieto el puño fuerte y veo que las cosas me salen bien,
consigo más o menos lo que quiero,
puedo manejarme, conseguir desarrollar proyectos,
alcanzar nuevos escenarios que antes veía imposibles.
Ahí si veo amor, amor en lo que hago, en mi día a día, en mi pasión.
La música, aprender y enseñar, no dejar de cultivarme.
Sin embargo el tiempo acaba por agriar los momentos y me quedo con la misma sensación de siempre
"hay algo que falta, hay algo que estoy haciendo mal".
La belleza es clara y diáfana también. Los síndromes que aparecieron se esfumaron,
los miedos que parecían consolidados se extinguieron.
Todo cambia para hacerse fuerte tras los errores.
Pero esa sensación sigue ahí. Y a veces me consume el pecho.
El reverso de la luz a veces es invisible. Y eso es lo más doloroso.
Que mi dolor es invisible.
Tengo días melancólicos en los que regreso a casa y nadie sabe que estoy así,
ni siquiera la gente con la que comparto ese día piensa que me pasa algo,
simplemente creen que tengo un día donde hago menos tonterías o estoy menos gracioso. Llevo mucho tiempo asumiendo que no lo compartiré nunca con nadie. Recuerdo que antes buscaba compartirlo, me expandía como un pulpo que deseaba encontrar complicidad.
Yo en un ejercicio de evitar el contacto social me convenzo de lo bonito que es el silencio.
Todo el día volcado a los demás, satisfaciéndome pensando y reparando a los demás.
Pero esa sensación que tengo en el pecho sigue y sigue y sigue.
Y obviamente atiende a mis propios errores.
Tras ese dolor se esconde un gran impulso por retraerme, dejar de hacer lo que suelo hacer, querer ver el error, querer guardar atención a lo que sé que hago mal.
A veces vivo sintonizado por la corriente a la que me sumo fuera, mis amigos, sus planes, sus enfoques. A veces pienso "todo el mundo está equivocado, todo el mundo hace algo mal" . Es ahí cuando deseo aislarme y convertir todas esas afirmaciones en mi propia verdad, más allá de una irritación que contrasta con el espíritu sencillo de los demás y que si me expreso solamente me hace sentir incomprendido.
No tengo ningún confidente.
Cuando regreso a este hueco tengo la sensación de que nunca compartiré mi espacio con nadie,
también me doy cuenta de que a penas nadie conoce o tiene idea de que esto existe.
Escucho el eco de las voces de las personas que me importan...
no quiero que me trague la insignificancia, sé que todo esto me llevará a algún punto,
y que de esta sensación sacaré algo, y con bastante convencimiento tengo claro lo que es.
Hace un rato leí una página sobre meditación, se refería a la postura que uno debe ocupar cuando lo hace.
La meditación no debe hacerse con el cuerpo pasivo, derrumbado, sucumbido por tu historia y tus experiencias. Sino que tu propia postura debe dignificarte, la espina erguida, la frente afilada, los ojos serenos y el pensamiento preciso.
A veces hay que ser vehemente para alcanzar la nota que buscas.
A veces uno debe estimular su propia humillación, para trascender el propio orgullo,
saltar acantilados y acabar acariciando la arena del suelo.
Lo que deseo es quitar el ruido que me rodea,
en mi recogimiento es eso lo que busco,
los pretextos del exterior parecen entonces una ensoñación,
pero a la vez estas burbujas que suben por mis brazos parecen más reales que nunca.
Si despejas el ruido encuentras tu voz, lo que te importa, el ritmo de las rocas,
el ronco metal del silencio.
No quiero nada salvo custodiar esa parte de mi, dejar de buscar cualquier cosa sabiendo que
esa pequeña parte de mi está prendida, que se filtra en mi pupila,
que se puede sentir si pones la mano en mi pecho.
Y que más allá de los juegos, las pericias, las historias que crónicamente se repiten una y otra vez
hay un sujeto que atestigua todo lo que ocurre.
Eso soy yo.
Al que grito y reclamo.
Clandestino no duermas,
porque solo encendido
te abrirás camino.

7-7-2020