martes, 28 de enero de 2014

El pequeño famoso monstruo

Todos habían perdido la esperanza. Desde la caída de nuestra reputación, cada vez más habían aceptado que no íbamos a recuperarla, que el camino se había estrechado demasiado para que el éxito nos alcanzara a todos. La filosofía del trabajo en equipo empezó a cuestionarse, antes de que todos, poco a poco abandonaran definitivamente la calle.
El último se fue ayer, ahora solo quedo yo. Quizá alguien que pase me mire y me reconozca, quizá tenga un contacto con alguien del mundillo y puedan hacerme un programa especial; podría llamarse algo así como “los vestigios de un pasado esplendoroso”, se podría dirigir a todos esos niños que nos admiraron. Debería encontrar la manera de peinarme, con estos pelos ya nadie podría reconocerme. Ya no tengo el pelo azul de antes, ahora está todo sucio, parece una mezcla de marrón y verde. Y la claridad de mi pelo, ahora los cabellos están cada vez más enredados, tanto que la propia suciedad fue compactando los enredos en trenzas.

A veces me quedo mirando el cielo, el mismo cielo que miraba en los descansos del rodaje cuando solía tumbarme en el jardín artificial, hinchado de tantas galletas. Mi organismo estaba dispuesto de tal modo que impedía que engordara por muchas galletas que comiera, y aunque ahora llevaba seis días sin tomar bocado, realmente tampoco había adelgazado. Hace años, uno de mis compañeros; sonriendo como solía hacer, me dijo que el hambre había sido inyectado en nosotros para naturalizar nuestras respuestas, para que pareciéramos humanos. Nunca llegué a entender exactamente cómo eso podría suceder, quizá me habían diseñado para que tampoco lo entendiera. Pero ese pensamiento hizo que ese compañero fuera el primero en abandonarnos desesperanzado. Intentó ofertarse en una tienda de segunda mano. Ahora que la navidad estaba llegando, él se había acercado por aquí, vino cuando aún quedaban algunos además de yo. Venía y nos animaba, decía que teníamos opciones, que la crisis había hecho que muchos hombres nos codiciaran. Las dos veces que vino estaba mucho más limpio que nosotros, brillaba más. Decía que nada más llegar le bañaban y le peinaban, incluso, en una ocasión le habían echado perfume. No tardaron en dejarme de lado y seguirle a él, toda la pandilla había intentado vender su alma por cuatro duros.

El cartón en el que llevaba durmiendo cuatro meses todavía sobrevivía. Cada vez que llovía lo escondía debajo de un porche, si se mojara se ablandaría y tendría que ir a un supermercado y pedir uno nuevo. La última vez todo el mundo me ignoraba, no sé si era porque les llegaba a la altura de las rodillas y con la prisa nadie conseguía verme, o que realmente no me reconocían. Los niños ya no saben quienes somos, los niños ya me han olvidado.

Unos vándalos suelen quedar en un callejón al lado de este lugar, suelen reír y gritar hasta las tantas de la madrugada. Varias veces la policía aparecía despacio con las luces encendidas, y ellos encontraban la manera de huir antes de su llegada. Ni siquiera la policía se interesaba por mi circunstancia. La última vez que la pandilla salió escabulléndose, me acerqué dónde ellos habían estado. Tenían vasos con ron y alguna bebida que no reconocía, en uno de los vasos los hielos aún no se habían derretido, lo cogí con mis manos endebles y lo metí en mi boca. No pude tragarlo, todo el líquido me salió por los laterales de los labios y me humedeció todo el cuerpo, la suciedad seca de mi cuerpo se volvió más viscosa. Era líquido, no solía tomar líquido, pero era la misma sensación de cuando comía galletas y todos los trocitos triturados caían por el costado de mi cuerpo. Por aquel entonces, en cada descanso, una becaria preciosa me limpiaba el torso y las rodillas con un cepillo. Pero aquello no era lo mismo, eso era radicalmente diferente, no se parecía en ningún sentido.

Escarbar la basura no es lo mismo ahora que estoy solo. Es mucho más difícil apearme e intentar alcanzar lo que sobresale del contenedor. Hasta ayer nos ayudábamos, nos sujetábamos los unos a lo otros, o entre todos levantábamos a uno para que llegara al contenedor, aunque había un sentimiento general de que todos nos estábamos haciendo viejos y de que ya no teníamos la misma energía de antes. Intento coger un cartón que sobresale del contenedor. En una de las ocasiones, casi sin fuerzas doy un salto enorme y consigo que el cartón caiga. Es un trozo de cartón que pertenecía a una caja de juguetes. Tiene colores vivos pero el cartón está estropeado y descolorido. En una foto cortada aparecemos algunos de nosotros, apiñados, sonriendo. En la parte superior de la foto nuestro nombre aparece parcialmente debido a la rotura del cartón: 
“-leñecos”.
Tenía mucho más espacio para dormir que el resto de los días, pero hoy iba a ser especialmente difícil hacerlo tranquilo.



28-1-14

domingo, 26 de enero de 2014

OTROS OJOS

ARGUMENTO

Un joven llega solo a un pueblo en el que jamás ha estado. Se instala en su nueva casa de alquiler hasta que en tres semanas comience su nuevo trabajo en el parlamento. El primer día que llega a su piso, el casero le enseña el hogar. El joven se da cuenta de que en la cocina no hay frigorífico; le pregunta a su casero sobre el frigorífico, pero éste, extrañado por la pregunta no le contesta.

Esa es la primera cosa extraña que tendrá lugar. En varias ocasiones verá camiones circulando por la ciudad con latas de comida de perro.

El primer día baja a una tienda particular que está enfrente de su casa, al entrar ve que en la tienda lo único que hay son latas de comida de perro de la misma marca que el camión, la etiqueta es azul.

Coge una de las latas y se acerca a la recepción, la dependienta esta en un estado catatónico, es una anciana y tiene los ojos siempre cerrados. Él no sabe cómo dirigirse a ella y tímidamente le deja el dinero, al marcharse de la tienda ella mueve el brazo mecánicamente y coge las monedas.

Va a su casa y abre la lata de comida para perro. Al abrirla se da cuenta de que no contiene nada en su interior, está vacía. Descubre una etiqueta en el culo de la lata que pone: “su miedo es solo parte del proceso, es el principal impedimento, solo la verdad, al final del abismo conseguirá salvarle”.

El hombre paseará muchas veces por su pueblo y repetidamente irá a un mercado que no está demasiado lejos de su casa. El primer día se sorprende al comprobar que todos los puestos venden solamente las latas de comida para perro. Al final del mercado ver a unos hombres en un puesto que están protegiendo a una virgen, todos están vestidos de nazareno. Tienen un cartel escrito donde profetizan que una tormenta llegará y que tienen que proteger a la virgen, y que los humanos debemos estar preparados. Todos gritan y profetizan clamando al cielo, diciendo que hay que estar preparado para evitar que la virgen se moje. Mientras los observa un hombre que está a su lado le dice: “Los nazarenos tienen un sueño más profundo que el resto, pero están recluidos,compartimentados. Ya quedan pocos como ellos, en el mercado antes solamente se vendían muñecos de porcelana vestidos de nazareno, pero ya nadie lo hace,, se está olvidando hasta la tradición”.

Durante días él siempre irá al mercado o a diferentes partes de la ciudad y todas las veces volverá con latas de comida para perro vacías a su casa, nunca encontrará una llena. En una de las ocasiones va a la tienda que está enfrente de su casa, la de la mujer catatónica, y buscando entre las estanterías encuentra un muñeco de porcelana de un nazareno, lo coge atónito y dice en voz alta “esto ya nadie lo vende”. La mujer no le responde así pues él decide coger a la mujer y llevarla a su casa, la acuesta en la cama de una de las habitaciones. Desde ese momento saldrá al mercado con un carrito de la compra, dice que es para hacer la compra a su madre. Comienza a cuidar a la vieja por las noches.

En una de las ocasiones va al mercado como normalmente hace y un hombre barbudo se acerca a él corriendo. Le dice que se ha dado cuenta de que tiene hambre, le pregunta si lleva días sin comer, le da una tarjeta donde pone “casa de putas”, le dice que la tienda está al final del mercado y que debería ir. Él se dirige hasta ese lugar, al llegar se da cuenta de que está cerrado y hay un cartel en la puerta que pone: “cerrado por conferencia semestral errante: la reunión antisistema está declarada y es legal”. Ve que en el escaparate de la tienda hay una montaña enorme de comida para perro, como si hubieran dejado el contenido de las latas en ese escaparate. Se gira y se da cuenta de que un perro blanco está a su lado babeando, moviendo la cola y mirando a través del cristal, el perro lo mira a él.

Esa noche vuelve a su casa un poco alterado. Todo el rato coge y deja la tarjeta en el escritorio, tiene dudas y no puede evitar leer continuamente el título de la tarjeta: “casa de putas”. Pasa toda la noche abrazando a su madre y llorando mientras dice agónico: “no te abandonaré mamá, no te decepcionaré, te lo juro mamá, no te decepcionaré”.

Uno de los días va al mercado de nuevo y el mismo hombre barbudo está sentado en una acera. El joven lo mira y se acerca, el hombre barbudo le dice que le han dado una cosa para él. Se apartará y detrás ve que en la acera hay un montón de comida de perro. El hombre barbudo le dice que es para él, con las manos mete toda la grasienta comida en el carrito de la compra hasta llenarlo.

En ese momento el joven anda apresuradamente para llegar a ese lugar llamado “casa de putas”, aunque con dificultades, debido al peso del carrito de la compra que está sobrecargado de comida. Al llegar se sorprende al ver desde fuera que toda la comida está quemada, y todavía sale humo del montón de chamusquina. Debido al peso del carrito él tiene dificultades para entrar en la tienda y sobrepasar el escalón.

En este punto comienza la narración:


NARRACIÓN

El joven pasó al establecimiento encontrando dificultades para levantar el carrito y superar el escalón del porche.
Al fondo se encontraba un viejo dependiente, escrutando una extraña lámina de sellos con un monóculo. El joven observó la tienda, era una tienda de un aspecto bastante aséptico, las losas del suelo eran de color blanco y en las estanterías únicamente se encontraban centenares de paquetes de cerillas, todas colocadas en un perfecto orden. El viejo no se dio cuenta de la llegada del joven, hasta que desde la puerta éste tosió para notificar su llegada.
El viejo levantó la cabeza sorprendido y retiró ligeramente el monóculo. Desplazó la cabeza hacia delante y comprimió sus arrugas de la frente haciendo un esfuerzo para reconocer al cliente. Muy pocas veces tenía clientes en la tienda, en el último mes solamente una persona había entrado, el viejo anhelaba esos primeros momentos de sutil cortejo dados en el primer momento del encuentro, cuando generalmente su corazón se aceleraba instintivamente durante cinco segundos ocasionándose un ocioso acaloramiento.
El viejo dejó el monóculo en el mostrador a la vez que se acercaba con lentos pasos al joven. El movimiento de sus pasos era ralo, estimulado por una extraña cojera en su cadera izquierda.
¿Debería, joven, considerar que su llegada era esperada o es el azar el que le ha
deparado aquí?.
El joven soltó por primera vez el manillar de su carrito de la compra, y lo dejó descansar al lado del escaparate. El viejo observó el carrito y automáticamente pensó que ese joven se estaba preguntando sobre la carbonización del escaparate.
Habrás notado que apenas huele, no he necesitado ningún producto especial, el establecimiento está preparado para este tipo de operaciones.
El joven, sorprendido, como si el viejo hubiera leído su cerebro, atragantó una respuesta automática de cortesía, que acabó por reducirse a un escueto “ehh”.
El viejo se acercó un poco más a él, lo examinó delicadamente, pero con el desdén de un perro. El joven observó sus grandes ojos verdosos y las arrugas de su cara, cisuras y ondulaciones que se distribuían de un lado a otro como colas de rata.
No entiendo lo de las cerillas ─dijo el joven mientras daba un pequeño paso hacia el escaparate─ ¿En eso se reduce al final?¿Por qué quemas la comida?.
El viejo rió, emitiendo sus carcajadas a su pecho como si estuviera bebiendo con una pajita y conociera perfectamente las leyes que operaban en esa conversación.
Ha venido por el hambre, o al menos eso es lo que cree. Pero si le hice llegar una montaña de comida ¿qué es lo que quiere entonces?.
El joven no sabía que responder.
¿Quiere usted un paquete de cerillas?
El joven recordó el mercado que comenzaba al término de la manzana. Tenía que atravesarlo para volver a su casa y dentro de poco se volvería mucho más concurrido. Evitaba siempre a toda costa las aglutinaciones. La masa de gente podría llegar a un punto irresistible para él y no podría volver en toda la noche para cuidar de su madre.
El viejo, al comprobar la indiferencia del joven, se sintió desesperado. Cada vez venían menos y cada vez más inseguros; se sentía un tanto defraudado y se dio la vuelta, declinando ligeramente la espalda y comenzó a dirigirse al mostrador mientras decía:
Debe usted saber que quizá este local no consigue llegar a satisfacer sus expectativas.
El joven giró la cabeza instintivamente para asegurarse de que el carrito de la compra seguía con él. Ahora no sabía qué hacer con esa pesada carga, le había costado enormemente pasar a la tienda, y en este punto no podía imaginarse cruzar todo el mercado en un momento en el que cada vez el ruido y la muchedumbre se hacía más notable.
Le ruego que me deje pensar un segundo ─se acercó a la estantería y cogió una de las cajas de cerillas del montón─ Si no tiene lo que le pido, al menos cerciórese de ello. Arrime usted el hombro, cambie su postura o invente una rutina que le complazca más, o considere, si cree que procede, cambiar el color del cartel de la puerta a tonos más claros o más oscuros ─como si hubiera sido consciente del discurso solo al pronunciar la última palabra, se silenció, cerciorándose de que quizá se había expuesto demasiado.
El viejo volteó su rostro, en sus ojos verdes se encontraba una mezcla de sorpresa y admiración.
En el caso de que sepa con toda certeza que está a la altura de la situación, debo advertirle seriamente, y esto es algo sobre lo que tiene que estar plenamente al corriente, de que si continúa por donde está yendo, ya no podrá dar marcha atrás, hay un punto en el que es imposible, hay un punto en el que es completamente imposible.
El joven se dio cuenta de que, de pronto, la mirada del viejo le parecía más ágil y severa. Muy lejos de imponerle le hacía aumentar su seguridad.
El viejo miró el carrito de la compra del joven fijamente, el joven sintió que le quería decir algo, por lo cual se giró para observar de nuevo el carrito.
Yo... No puedo volver atrás, no tengo otra opción, desde que esa tarjeta me llegó apenas echo ojo por las noches, no me deja tranquilo, no hay manera.
Entonces ─ el viejo asentía lentamente ─ Si está completamente seguro ya sabe cual es su cometido. Le esperaré dentro. Mientras puede usted intentar desposarse de toda su historia reciente.
El viejo se dirigió con diligencia a la trastienda que estaba detrás del mostrador para prepararse.
El joven abrió la caja de cerillas que tenía en la mano, quedaban dos, levantó la mirada y observó la chamusquina del escaparate. Cogió una de las cerillas, se aproximó a la puerta de la tienda y abrió el carrito de la compra, el olor de la comida invadió todo su rostro, “esta comida es pesada hasta en el olor”, pensó.
Como si estuviera recuperando el hábito de encender una cerilla, entrenó varias veces mentalmente antes de frotar la cerilla en la caja de cerillas, y prenderla. Contempló la llama durante dos segundos y la dejó caer en el montón de grasa del carrito. Toda la grasa ardió inmediatamente. El sonido de la inflamación irrumpió como una ola. El joven asomó la cabeza por la puerta de la tienda y observó el mercadillo, no había tanta gente como esperaba. Pero todo el mundo corría despavoridamente, tapándose las cabezas con bolsas de plástico. El cielo estaba despejado, totalmente soleado. Pensó en su madre postrada en su cama, y aunque nunca había visto el color de sus ojos, tuvo la ineludible certeza de que en ese momento los había abierto. Que los había abierto y había perdido por ello la habilidad de pestañear. Imaginó que ella se había sentado en la cama y que su rostro exigía con violencia una explicación, ella notaba su ausencia y en ese momento sintió que sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de que él volviera. Se sintió aterrado. La gente comenzó a correr más apresuradamente, él pensaba que todos estaban asustados, que corrían porque esperaban un milagro súbito, que necesitaban progreso pero no aguantaban la situación y que creían que el progreso significaba destrucción. Los nazarenos estaban histéricos. Todos ellos desdoblaban una gigante manta de plástico de la manera ensayada durante tantos años de entrenamiento. En el otro extremo de la calle el joven observó como una densa nube, la más negra que jamás había visto, conquistaba el cielo manteniendo la claridad indisoluble mientras que la irrumpía. El perro blanco corrió entre la multitud, esquivó los perfectamente articulados pasos de los nazarenos y llegó hasta donde él se encontraba. Se sentó enfrente de la entrada de la tienda, observando la llama de fuego que ya había alcanzado los dos metros de altura. Al principio reclinó la cabeza curioso, como si le apaciguara la llama. El joven miró al perro fijamente, y éste comenzó a ladrar incesantemente. El joven se giró y se dirigió a la trastienda, mientras recorría toda la tienda sintió, entre el eco de los ladridos, que ese perro giraba en torno a su mundo, como un satélite que observa y que nunca toma determinación.
El joven pasó entre dos cortinas rojas de la puerta que separaba la trastienda de la tienda. Al entrar sintió como un cómodo calor se instauraba dentro de su pecho. Había un luz roja tenue que daba a la habitación un aspecto muy exótico.
El viejo lo esperaba de frente, sentado en una gran silla de roble, en la que sus brazos descansaban cómodamente en dos grandes respaldos que figuraban leones, parecía que sus calmadas manos dominaban la fuerza ya congelada de los animales.
Por definición ─dijo el viejo─ No podría usted estar aquí, si no estuviera absolutamente seguro de que era lo que deseaba.
Ya, supongo que tiene razón ─el joven, que tenía las manos cruzadas en su espalda, tocó con la punta de los dedos la pared que estaba tras él, era una costumbre que tenía desde pequeño, la pared le recordaba qué era la rectitud.
Le he dicho que está seguro de su decisión, sus dudas solo son producto de su estado de excitación y de la sugestión.
En ese momento, el joven se percató de que el viejo no tenía ojos, en su lugar había dos profundas cuencas, que en el contraluz de la luz roja se divisaban como dos manchas oscuras. Aunque tras él había cientos de botes llenos de un líquido trasparente, y cada uno de ellos contenía en su interior toda la anatomía propia de un sistema visual. Dos ojos coronaban una frondosa red de neuronas y carne con forma de raíz. Parecía un herbolario, como si los ojos fueran zanahorias cultivadas y la luz roja fuera la adecuada para facilitar el óptimo mantenimiento de esa peculiar vegetación.
Mi madre... ─dijo el joven soportando el peso de sus recuerdos.
Usted sabe que no es su madre. Usted sabe que la intentó rescatar de una falsa tienda, recuerda las latas y recuerda el nazareno de porcelana. Por favor, no se permita seguir dudando.
Lo siento, solo era un error. Ya sé que no lo es, pero ella ha despertado, no sé qué podría pasar, ella podría venir. Quiere demostrar lo que está pasando, tiene el poder, puede hacerlo si quiere ─sus tobillos tendieron a perder el equilibrio─ ¿Cree usted....
Es normal que se sienta así. Esa vieja... ─El joven se irritó al oír el modo en el que la llamaba, no le gustaba que la llamara así ─ Esa vieja es mucho menos de lo que cree, pero es parte del proceso. Lo único que importa son sus ojos y usted está preparado.
El joven se tranquilizó, tocó su frente mientras volvía en sí poco a poco. Recordaba todo lo que había ocurrido en la calle; los nazarenos, el perro...
Siéntese en esa otra silla, parece mareado, se sentirá mejor ─ El viejo le indicó la silla que estaba al lado del joven, el respaldo se apoyaba en la pared que estaba tocando. Se sentó vacilando, pero no entendía cómo sabía lo de su mareo si no tenía sus ojos. Rápidamente reaccionó y se dio cuenta de que su pregunta no tenía sentido y de que necesitaba acostumbrarse.
Dígame ─dijo el viejo─¿cuál es su primer interés?.
Ese trato...─el joven no estaba preparado para ese tipo de preguntas, se movía inquieto en su pequeña silla, no entendía por qué ahora sentía frío ─ese trato tan individual... yo... mi libertad de elegir... como si llevara las riendas, como si yo lo hubiera escogido ─pensó en el sistema capitalista y se preguntó a sí mismo ¿Es normal que nos hagan sentir así?.
Intente olvidarse del pasado, joven, hábleme a través del ahora, seguimos un protocolo estándar elaborado en el Siglo XX, intente ceñirse al contenido.
De acuerdo ─el joven se reacomodó en la silla ─ lo que quiero es la base, es la raíz, ese es mi interés.
La raíz es la vista ─ levantó la mano derecha, con los cinco dedos hacia arriba y la desplazó lentamente. Juan observó los tarros de ojos.
Pero, para ver...
El viejo rió de nuevo, conocía esa reacción, la había visto en la mayoría de sus clientes. Aunque él prefería referirse a los clientes como emergentes, así suele llamarlos en las conferencias semestrales.
Sí, para ver, usted debe extirparse la vista antes.
Eso es horroroso ─el joven tocó sus pómulos acongojado
Con su vista no puede usted ver más allá, debe usted primero suprimir las dependencias de su mirada.
¿Pero no hay otros medios?, ya he descubierto muchas cosas, veo mucho más que antes. He llegado a usted, lo he reconocido por mi mismo, a través de mis ojos ¿Está seguro de que no me valen? ─se tocó de nuevo los ojos, intentando encontrar algún defecto aparente.
El viejo se calló, y reclinó la cabeza hacia delante manteniendo el cuello erguido. Sus labios se apretaron.
¿Qué piensa usted de la cocaína?
¡¿Cómo?!
¿la cocaína es buena?
El joven intentó elaborar su respuesta
Buena... o mala, no creo que sea buena para el caso
¿Está seguro?
Reconsideró su respuesta y dijo:
No.
¿Por qué cree que no es buena?
No lo sé, la hiperactivación, la sobrecarga, va más allá de lo necesario ─dudó, no sabía qué contestar─ El cuerpo no lo resiste.
Para el uso eficaz de la cocaína primero hay que morir
El joven no entendía nada, pero ocultó sus dudas, sabía que de algún modo, aunque no tuviera ojos, el anciano era capaz de ver mucho más de lo que estimaba. El viejo siguió hablando.
Muchos mueren, pero unos pocos lo resisten, esos siguen adelante y lo hacen mejor ¿Cómo cree que reaccionaria si probara el azúcar saturada por primera vez a los sesenta años? Habla del cuerpo humana como si solamente existiera usted, pero no sabe ni lo que es el cuerpo.
Pero, ¿por qué unos pocos? ¿por qué no todos?
El viejo sentía que la sesión se estaba alargando demasiado, se irritaba ante tanta duda, y había perdido la concentración del inicio de la sesión, tuvo el antojo fugaz de volver a ponerse los ojos y abandonar la sala. Había notado en los últimos meses que las técnicas de relajación le habían sido cada vez menos efectivas. Recordó la réplica de uno de los miembros de la última conferencia, ;”no debemos permitir que el proceso se lleve a cabo cada vez con menos paciencia. La paciencia garantizará la entrada de más diversidad humana, y a largo plazo los resultados serán más ricos”. En los últimos meses el tema de la relajación estaba siendo muy discutido, había un sentimiento general de desesperanza entre todos ellos.
El viejo consiguió tranquilizarse, las respuestas pertinentes llegaron a su mente, las dispuso poco a poco, intentando facilitar el entendimiento del joven.
Usted cree que hay una diferente entre el resto y usted. Posiblemente piense que el éxito exclusivo de los pocos no es por el bien común. Puede que tenga asociado una respuesta de orgullo hacia el éxito, pero estamos trabajando profundamente para eliminar dicha reacción. Usted no sabe qué papel es el que tiene, yo tampoco. Usted es el responsable de la carga que el azar le asigna ─tras una breve pausa, intentó pensar si le falta algo por decir ─La cocaína, la cocaína solo es uno de tantos ejemplos en los que se debe morir.
Pero ─el joven sintió como su miedo crecía y a la vez sentía la cada vez mayor certeza de que nadie podría socorrerlo ─ Pero, oh dios ¿me convierte eso en un fascista?.
El viejo se frustró de nuevo, esperaba una respuesta más avanzada.
¿Se da cuenta ahora de que necesita otros ojos?
El joven tocó su frente de nuevo, se sentía asediado. Tuvo la leve necesidad de sollozar. Justo en ese momento recordó la frase que había leído en la lata; “su miedo es solo parte del proceso, es el principal impedimento, solo la verdad, al final del abismo conseguirá salvarle”.
En ese momento observó de nuevo los tarros de ojos. Poco a poco dejó de mirarlos estupefacto, uno a uno, a contemplarlos desde la distancia, todos colocados con gran belleza y orden en las estanterías. Su sensación de aberración comenzó a desaparecer y la aprensión a la carne de los ojos también se extinguió. En su mente los ojos de las estanterías habían pasado a ser algo complaciente, no eran más que ojos, eran vida, eran un recurso vital sin precedentes. Se sintió repentinamente entusiasmado. Pensó en el nombre de la tarjeta; “casa de putas”, consideró que podría ser otro nombre, él podría haber seleccionado uno entre miles. Miró al viejo, que se mantuvo paciente en su sillón, contemplado con profundidad las reacciones del joven. La luz roja no es sangrienta, la luz roja es agradable, pensó el joven.

Cerró los ojos y se sumió en la esperanzada oscuridad, no dejando ningún género de dudas, para dejarse embaucar por el proceso.

26-1-14

domingo, 19 de enero de 2014

Antes de matarlo por la cocaína

La comida es como materia extraña en mi boca. No sé qué es lo que sienten los alienígenas cuando comen por la boca, tampoco sé si los alienígenas tienen boca. La boca, la boca; es tremendamente gracioso una sensación de angustia de todo lo que veo. Incluso lo que pienso; aunque no sé con qué se vincula. Hace mucho calor, esta taza hierve en mi mano y mi mano se deshace en la taza. Podría vomitar sobre todos los rostros, y seguirían sonriéndome. Yo también sonrío, aunque no sé qué es luz ni oscuridad, tampoco sé otra cosa, no sé qué es gracioso o no. Ahora el sol me pega en la cara; en realidad no tengo taza, solo son sensaciones en la mano. No tengo nada, y el sudor llena mi cuerpo. Esta chaqueta pegajosa, no sé de qué depende, pero yo no dependo de ella. Me da miedo la chaqueta, me apunta con sus mangas vacías. Debería hablar con Juanjo, él quiere dinero, ha trabajado mucho por mí, estoy tremendamente agradecido. Soy como un entregado payaso a su trabajo, m doy asco y gracia, soy un trabajador en paro, pero me esfuerzo, me esfuerzo demasiado. Estoy enfadado de trabajar tanto y que no se valoren los resultados, simplemente son tan evidentes. Traidores, eso es lo que son, unos malditos traidores; cogen mi esfuerzo y me exprimen como una naranja, sin olor; y el líquido se te mete en el ojo y te escuece, te salpica. El color me sofoca demasiado, pero el calor está aquí, y eso es importante aunque me vaya todo el rato. Él lo entenderá, aunque no me coge el teléfono y no me quiere dar nada sin dinero. ¡Quiero vomitar billetes! ¡Quiero recogerlos con mis manos! Me arrodilo ante tí, tú eres el causante de toda la felicidad, la inmensa felicidad que todo lo determina. Está por encima de las nubes, está por encima de mi sudor y mi chaqueta muerta. Y al final todo es un espejismo, un espejismo de demasiada luz y de sequía y de grillos por las calles. ¿Y por qué los coches nunca paran?. Un amigo mío lo llamaba formicación, ellos vienen y se asientan en mis sienes, y me dicen todo lo que es directamente verdad. Soy un tubérculo que anda por las calles, y si vengo de una raíz no se qué busco aquí, no sé que puede pretender un ser así en este sistema de calles, con electricidad de cables. Esta calle la conozco, es la calle de siempre y todas son iguales, aunque ligeramente diferentes. No nos engañemos hablándonos tampoco en plural. Dios, sí, estoy cansado, pero necesito una. No sé que me ocasiona, pero es demasiado y mi sudor me empapa y me liqua el cuerpo. El ácido viene del sol y el sol está en todas partes y quiero protegerme. Necesito que me protejo yo mismo porque nadie quiere. Ahora no hay muchos pero siempre. Ellos atrapan lo que es de todos y lo hacen suyo como sucedía en el colegio. Yo buscaba demasiado y solo quiero eso. ¡Juanjo siempre lo tiene!,¡Siempre el caparazón y no necesita salir! Pero yo soy un caracol y el sol ahora es demasiado, la casa que el caracol arrastra está rota, es de papel, y lo siento en el corazón. Es el momento de respirar hondo, y esos malditos monstruos que ya me tienen cansado ahora me esperan tras la puerta. Este lo conozco toda la vida y si no quiere compartir le ayudaré con lo que dejé dentro de mi chaqueta. Es solo una chaqueta de Dios, tengo que confiar en que si se muere luego puedo volver a cogerlo. Y si llevo el muerto conmigo luego tampoco pasa nada, porque si él es un monstruo, ella tampoco puede vivir. El timbre circular donde tienes que meter el dedo dentro del plástico blando, así es como la puerta se abre, y vapor verde que huele, ese será el que me empuje si no se canaliza".

lunes, 13 de enero de 2014

Quiero que nuestra hija sea...

─ Es que siempre tenemos que hacer lo que tú digas ─ dijo Ana.
Juan había venido con un hambre atroz del trabajo y en ese momento no tenía especial interés en intentar salirse con la suya.
─ Si ya sabemos que no tenemos los mismos gustos, podríamos comprar otra televisión, así cada uno ve lo que le de la gana mientras comemos ─ Se metió la primera fresa de la fuente en la boca y se la comió de un bocado. Estaba fresca. Tiró la ramita verde en la misma fuente y se dispuso a coger la siguiente ─ Me encantan las fresas, joder.
Ana miró a Juan con un leve desprecio. Ella había comprado las fresas. También había comprado todos los ingredientes para elaborar la cena que estaban disfrutando. Y ahora era ella la que estaba intentando que su hijo se tragara, paulatinamente, la papilla.
─ Bueno, no vemos el telediario, nos tragamos la mierda del cotilleo...
Ana no contestó al comentario. Su hijo comenzó a digerir la ráfaga de cucharadas más velozmente. “Por lo menos pillaré la comida medio caliente”, pensó.
─ ¿Y el microondas? ¿No decías que lo ibas a mirar? ─ Dijo Ana.
─ Bueno, ¿y qué puedo mirar yo? Qué te crees que soy, ¿ingeniero?.
─ Sí, ingiero tú ─ Ana cogió el mando de la televisión y se lo pasó. Él lo cogió como si estuviera calibrando la densidad de un pañal sucio ─ Pues empieza por usar el mando y poner tú el canal que te de la gana.
En ese momento el niño empezó a refunfuñar. Movió las manos con aspavientos, como si se debatiera con una moral prematura, o quisiera declamar que las moscas no son necesariamente malas compañeras.
Juan miró a su hija
─ Me parece que se ha cagado ─ Dijo ─ A esta niña le encanta comer y cagar al mismo tiempo .
─ ¿A quién habrá salido?
─ Yo no me cago cuando como, salvo cuando veo estos programas que me pones
─ Claro, yo tengo la culpa de todo.
─ No, la culpa no es tuya, no es necesariamente tuya. Pero me sorprende que no te hayas dado cuenta de que se ha cagado, siempre se caga cuando le das de cenar a estas horas.
─ ¡No me digas!, resulta que es mi hija y la conozco mejor que tú ─ Se levantó apresuradamente y se dirigió a su habitación.
Juan y su hija se quedaron solos en el comedor. Ella se tranquilizó y le miró con dulzura. Juan comenzó a hablarle.
─ ¿Qué bebida te gusta mas, Bourbon o Whisky?¿Considera usted que la leche condensada es un bien innecesario en nuestra sociedad?¿Cree usted, señorita, que los programas de cotilleo tienen una función social estabilizadora?
Juan comenzó a reírse solo.
Ana volvió con un paquete de pañales en la mano. Los intentaba abrir mientras se acercaba torpemente a su hija.
─ ¿Qué te hace tanta gracia?
Juan cogió el mando y puso el telediario.
─Nada, estos programas de cotilleo─ Se giró y observó a su hija, que estaba observando la televisión con asombro ─ ¿Los prefieres a la leche condensada? ─ Le preguntó a Ana.
Ana cogió a su hija en peso y le dió la vuelta hábilmente.
─ Ya estás con tus gilipolleces, siempre con tus gilipolleces.
Juan se echó a reír y siguió comiendo fresas.
─ Estoy seguro de que la leche condensada tiene componentes nutricionales muy necesarios para la estabilidad del organismo. ¿Qué crees tu?
─ No me tomes el pelo
─ ¿A quién le voy a tomar yo el pelo?. La leche condensada, lo que hace precisamente, es condensar lo mejor de la leche normal. Un paquete de leche condensada equivale a diez de leche normal, pero solamente quedándose con lo más humanamente necesario.
Ana cogió el pañal usado y lo dejó a un lado del carricoche. Se levantó para desdoblar el pañal limpio y lo sostuvo durante medio segundo en la mano, como si esperara que ese molde del culo de su hija se solidificara como la arcilla.
─ ¿Qué coño te he hecho yo a tí?. Si pudiera saberlo me ahorraría muchas cosas ─ Espetó Ana.
Juan miró las noticias y se percató de que tenía la barriga hinchada, y de que apenas le había dejado alguna fresa a su mujer.
─ Si quieres puedo pedirle al vecino que te caliente la comida en su microondas.
─ Juan, ¡por favor! – Ana subió el pañal bruscamente. Y con unas ganas ansiosas de comerse su plato, le puso los pantalones a su hija y volvió a su silla. Juan observó a su hija, pensó que estaba cómoda, como una criatura sagrada concertada con el todo, sin tiempo y sin espacio.
─ Quiero que nuestra hija sea astronauta, que pueda volar y ver lo que casi ningún ser humano es capaz de ver ─ Dijo Juan.
Ana cogió la cuchara y la llenó de estofado. Se la llevó a la boca y lo disfrutó tanto como pudo, intentando a la vez ignorar que la temperatura no era la perfecta. En ese momento, como un príncipe que en períodos confusos de su reinado se regodea en la seguridad de la corona, observó la vasta fuente de fresas frescas, y contempló las únicas dos fresas que quedan, rodeadas de esparcidas ramitas verdes.
─ No me has dejado fresas, ¡canalla!. Yo también quería fresas.
Juan suspiró. Estaba esperando ese reproche, por lo que se disculpó poniendo en palabras el estándar de una excusa que tantas y tantas veces había utilizado en diferentes momentos de su relación conyugal.
─ Lo siento, nena. Yo... no me he dado cuenta. Es que estaba distraído, y la mano se me iba sola. Lo siento nena
Ana miró resignada su plato, y llenó una segunda cuchara del caldo del estofado.
Juan desvió sus ojos sutilmente a Ana y la observó llevarse la segunda cucharada a la boca.
─ Si quieres le puedo pedir algunas fresas al vecino
─ No hace falta Juan, eso no es lo que hace falta ─ Ana cogió un trozo de pan, y se lo metió en la boca. Lo masticó, sus mofletes se apretaron al mismo tiempo. Disfrutó de la mezcla de sabores en su boca.
Juan comenzó a mover el mando copiosamente, y dió con él pequeños golpecitos en la palma de la mano izquierda. En su mente los pensamientos no se proclamaban como palabras, se sintió repentinamente inseguro y vaciló a la hora de tener una posición clara sobre el asunto. Miró a su hija y a su mujer alternativamente. No sabía qué decir, esperaba una frase perfecta pero su pensamiento no se encauzaba. Como si fuera un ejercicio de autocontrol, interrumpió los golpecito del mando con su mano y agarró el mando con los dos puños.
─ ¿Y qué es lo que te hace falta Ana?¿Qué es lo que quieres?
Ana contestó sin interrumpir el ciclo de deleite que se había apoderado de ella.
─ Tú lo sabes muy bien, Juan, lo sabes perfectamente, mejor que yo incluso ─ siguió masticando.
Juan dejó el mando en la mesa, a la misma distancia de ambos. Comenzó a mirar la televisión superponiendo en su rostro una atención inexistente.
─ No, Ana, no lo se. No tengo ni idea
Ana hizo un pequeño ruido en su garganta, como si hubiera encontrado un trozo de pan duro en el abismo de su faringe. Cogió su vaso de agua y dió dos grandes tragos. Tras un suspiro, y la complaciente recepción de comida, dijo;
─ Bueno, pues yo no te lo voy a decir. Si tú no lo sabes yo no puedo hacer nada. Pero esto así no puede seguir
Juan sintió como una incómoda frescura se elevó desde la planta de sus pies hasta el centro de su estómago. Recordó el sabor de las fresas. Miró las dos fresas restantes de la fuente. “¿Qué pasaría si me las comiera?” Pensó.
─ Ya lo entiendo, quieres que te de leche condensada para las fresas, ¿verdad?
Ana casi había terminado su plato y ralentizó el ritmo de digerir.
─ Claro, leche condensada. Eso es lo que quiero, que me des tu leche condensada.
Ana rió con la comida llena. Juan no le vió la gracia. Ana miró el mando de la televisión.
─ ¿No te gusta el telediario? No te veo muy atento
Juan no contestó, y miró de nuevo las fresas. La mano de Ana se elevó e invadió el campo visual de Juan para alcanzar una de las dos fresas. Agarró la más cercana.
Juan sintió como si la mano de su mujer fuera gigante, y estuviera separando a dos hermanos apegados en medio de un calvario. Se acongojó e imaginó un clamor silencioso en su estómago, como si el resto de fresas que se había comido animaran a Ana, como zombies parlantes, a devorar esa deliciosa fresa.
─ Pues yo no quiero que sea astronauta ─ Dijo Ana ─ Quiero que sea arquitecta, que sepa bien dónde está pisando.
Juan ignoró lo que su mujer dijo. Miró la televisión y se fijó en las expresiones del presentador de las noticias. No entendía, ni siquiera escuchaba lo que decía. Tan solo observaba las flexiones de su boca, los movimientos de sus manos, y la peculiar manera de elevar los hombros cuando quería ocasionar expectación en la terminación de sus frases.
En ese instante. Una audiencia salida de la nada comenzó a aplaudir a un señor que sostenía un micrófono, tenía una perilla muy bien perfilada y un pelo oscuro, desde cuya coronilla nacían finas canas con una distribución sofisticada por todo su compactado tupé.“Bien podía ser un fenómeno perfecto de la naturaleza, como los copitos de nieve o la aurora boreal” pensó Juan.
Su mujer devolvía el mando lentamente a su posición inicial mientras miraba victoriosa a Juan, como si todo hubiera restituido su natural forma , y el príncipe reafianzado su trono.
─ Estas fresas están muy buenas Juan.
Los dos observaron la televisión mientras el señor de las bellas canas hablaba con tono triunfante y aleccionador; “Creo que ya ha quedado claro que hay algunas de las partes implicadas que sacan una muy buena, y sobrada ventaja, de hacer uso de la mentira” La audiencia comenzó a aplaudir. “También creo que debería quedar claro que ninguno va a sacar ningún tipo de ventaja no diciendo la verdad. No se puede negar, además, que los sucesos que tienen pruebas bien demostradas, no deberían discutirse. Anabel, cariño, tú dices que no querías a tu marido por su dinero, sin embargo, en ningún momento nos has dicho qué otros motivos te pudieron haber llevado a casarte con él. Ya sabemos que era un hombre machista y maleducado, ¿Por qué, entonces, te esposaste?”. El exmarido asintió con la cabeza, a la vez que el público volvió a aplaudir. “Por otro lado, entendemos por ello la posición de Diego. Pero Diego, si es cierto que no intentaron hacer nada para solucionar su problema conyugal.... Bueno, ella dice que tú no rendiste en la cama durante dos años...¿por qué entonces no lo reconociste?¿Por qué no reconociste la influencia que esto estaba teniendo en tu matrimonio?".

La niña empezó a revolverse en su cuna. El hombre la miró y pensó; “parece que ya ha vuelto de su viaje astral, de sagrada debe tener ya poco”. La mujer hizo un pequeño chasquido entre sus dientes y su lengua, como si así pudiera evitar que las quejas de su hija no terminaran en llanto y pudiera continuar absorta en su programa de televisión favorito y haciendo la digestión.
─ ¿No te vas a comer la última fresa? ─ Preguntó Juan.
─ No
Juan miró la última fresa. “desolada fresa”, pensó, “rodeada de barbarie y de incomprensión”. Su mano se movió ligeramente, como un helicóptero pilotado por un sordo sobre la desangrada fuente llena de racimos verdes esparcidos al azar, como cadáveres desterrados de su cementerio. Con la punta del índice y el pulgar apretó con suavidad la carne de la fresa. La elevó, del modo que seguramente los apóstoles elevaron el mensaje de su mesías, y el capitalismo eleva el valor del oro sobre un silencioso descampado de inmuebles desahuciados.
La fresa se acercaba lentamente a su boca, como un astronauta que vuelve a su nave.
El ruido del tumulto lo despertó de su viaje y restituyó las leyes normales de la gravedad que suelen operar en su comedor; la audiencia abucheaba a uno de los interventores. La fresa llegó a su boca, y como si él no la esperara, la masticó y la mordió avariciosamente.
─ No vas a cambiar en la puta vida ─ Dijo Ana.
Juan observó a su mujer en el otro sofá, el movimiento de luces y sombras de la televisión le daba a su piel un color gélido, “Parece una anciana atónita que ve por primera vez el hielo”, pensó.
Juan tragó el último trozo de fresa, y con ello su estómago se llenó lo suficiente como para no dejar más espacio para las quejas.
13-1-14

miércoles, 8 de enero de 2014

EL NIÑO QUE NO COMPRENDE

No se oye nada en la cafetería salvo la calefacción, que emite un constante zumbido. Todo está iluminado, las luces son tubos largos, los azulejos grandes. No hay nadie excepto mi madre y yo. Bueno, también hay un señor a lo lejos que alterna su atención entre los platos de la barra y la puerta principal.
Disfruta de tu sorpresa ─dice mi madre. La camarera precipita el plato con la tostada de ajo y aceite sobre mi lado de la mesa y deja la taza de café con leche en el lado de mi madre. Ella no se inmuta, y acompaña la llegada del café encendiéndose un cigarrillo sin apartar los ojos del servilletero.
Ella no me deja tomar ajo, “mejor un vaso de leche”, suele decirme “el ajo siempre sienta mal de noche”. Me gusta el ajo, y en esta ocasión, ella ni se inmutó cuando hice mi pedido. Dije; “una tostada con aceite y ajo” y ella siguió mirando, pensativa, el aparcamiento por la ventanilla.
Ya no sé ni la hora que es. Cuando uno no sabe exactamente dónde está parece que el tiempo cambia, se vuelve extraño, igual que los colores. El hombre a lo lejos no se cansa de volver su mirada de la puerta y fijarse en la comida fría, no entiendo por qué no pide nada de comer. El zumbido de la calefacción es más intenso ¿O es solo en mi cabeza?. La tostada no tiene suficiente ajo, a diez centímetros del pan aprecio más el olor del café. Me encanta el ajo.

Raquel es la única amiga de mi madre, casi todas las tardes me recoge de nuestro actual piso. A veces le cuento las cosas que me enfadan. No entiendo por qué cada vez que vamos a casa tenemos que pedir la llave a un señor calvo y viejo que está en el piso de abajo, él siempre nos abre la puerta, como si fuéramos inútiles. Una vez me preguntó que cuánto tiempo me iba a quedar allí viviendo. Yo le contesté que esperaba irme pronto ya que los pasillos olían a muerto. Él se volvió con pasos lentos a la recepción y no volvió a hablarme. Raquel no tiene una casa pestosa, ella tiene libertad para entrar y salir cuándo y cómo quiera, y además tiene su propia cocina. Mi madre me dice que le haga compañía a Raquel, que ella necesita estar con alguien siempre. Jamás he tenido un amigo, mi madre no me deja jugar con otros niños, dice que tengo que aprender de mí mismo, dice que lo hace por mí. Raquel siempre está bebiendo cerveza, su casa no huele mal, pero está demasiado desordenada.

¿Y si el ajo me sienta mal? En realidad, nunca lo había tomado por la noche. Esta cafetería es extremadamente aburrida, no creo que pueda pasar nada interesante. Bueno, pero al mismo tiempo hay algo que me atrae de ella, es como otro universo, como un hospital de urgencias. El tiempo también se atrofia en los hospitales. Realmente no sé a qué estamos esperando.
Pruebo la tostada, está riquísima, aunque el zumbido de la calefacción me hace pensar que se va a terminar pronto, espero que no me siente mal. Mi madre cambia de postura todo el rato; mientras fuma apoya su cara en la palma abierta de su mano con el codo en la mesa, pero tras darle una calada al cigarrillo, lo quita y cruza las piernas. No sé por qué, pero tengo la sensación de que cuando esté durmiendo todavía estaré escuchando ese zumbido. ¿Por qué me había traído aquí?.
Tengo sueño. Una vez fuimos al hospital también muy tarde. Dormí en la sala de espera. En el hospital no había ningún perro, solamente personas, cosa que no entiendo; ¿dónde van los perros de los accidentes? No todos mueren al instante.

Mi madre se decide a coger el café, ¿ya no quema tanto o se ha acordado ahora de que tiene que tomarlo?. Me mira un instante y desvía la atención al azúcar. Tiene unas ojeras enormes y su pelo está completamente desmarañado, pese a la coleta roja que lo sustenta. Todavía tiene el delantal de la pescadería. Todas las noches lo trae puesto de la pescadería. Nunca vuelve a la misma hora. Cuando llega a casa normalmente yo ya estoy dormido, pero siempre me desvela cuando tira sus zapatos de trabajar al suelo. Son los únicos que tiene, no entiendo cómo puede andar con esos zapatos tan altos. Entonces, tras una breve pausa suelo oír el sonido del agua cayendo y la imagino volcándose a los vapores de la ducha. A veces creo oírla llorar, pienso que lo hace mi imaginación. En realidad, muy pocas veces la he visto llorar. Cuando oigo el sonido de la ducha es cuando más me apetece dormir, pero nunca lo consigo hacer hasta que no cierra por última vez el grifo.

Hace poco vi como un perro fue atropellado por un camión, murió al instante. Me hace gracia recordar la reacción de la gente, muchos corrían histéricos. Un hombre se encaramó en la puerta del conductor mientras le gritaba. El perro era de dos niñas y su abuela iba con ellas. Cuando pienso en la abuela siempre me río por dentro, tenía un vestido de flores ridículo, un vestido de vieja, se ponía la mano en la frente y se empañaba la palma con su sudor; “oh, pobres niños, mis pobres niños, qué desgracia”.

Le da un sorbo al café y vierte una mirada sobre mí al mismo tiempo. Todavía está mojada. Últimamente está más triste que antes.
Hace dos semanas vino más pronto de lo normal de trabajar. Yo estaba en la cama, metido entre las sábanas, se sentó a mi lado y tocó levemente el grueso colchón, me miró y me dijo;
Si tuvieras un hermanito podrías jugar con él, no necesitarías nada más.
Yo no entendía nada, ¿Por qué iba a tener otro hermanito? ¿Se pueden tener hermanitos sin un papá? Creo que no, aunque mi madre nunca me lo ha intentado explicar. ¿Dónde estaba su delantal?
Quiero ir a jugar al parque, quiero jugar en el parque
Ella apartó la mano del colchón y me miró fijamente, su mirada era una mezcla de calor y frió, se apartó de mí y fue a ducharse. Esa noche recuerdo que tardé más en dormirme, ella estuvo mucho más tiempo en la ducha que otras veces.

Ya he terminado la tostada. Sigo teniendo hambre. Nunca jamás he estado levantado a estas horas, bueno, salvo en el hospital, aunque esa vez mi madre no me dejó tomar nada con ajo.
En el hospital bebí varios batidos de la máquina dispensadora, ella también estaba triste, como ahora, pero no tan estropeada.
La vieja con el vestido de flores, no paro de recordarla y contengo las ganas de reírme. Miro la cara de mi madre, su rímel corrido y confundido con las ojeras. La verdad es que me recuerda a la foto de un payaso que está en la recepción de nuestro edificio, ella jamás se habrá fijado porque siempre salimos con prisa, a veces tirándome de la camiseta.
La camarera se presenta y recoge la tostada y el café, no mira a mi madre, a mí me mira de reojo. Mi madre la ignora. La camarera se vuelve y anda con un contoneo extraño, más lento de lo normal. Noto un leve pinchazo en la barriga.
El señor de la barra, esa estúpida camarera, el zumbido de la calefacción. Todo es igual de insoportable.
Vigila el bolso ─ella se levanta para ir al baño de la cafetería.
Tengo sueño, me gustaría estar en mi cama. Ella no se duchó esta noche, llegó a casa y se encerró en el baño, hacía ruidos extraños y estuvo demasiado tiempo. Como no oí el agua caer me dormí. Luego ya había pasado mucho tiempo cuando ella me despertó y me obligó a vestirme con rapidez.
Vamos a salir ─me dijo─. Tengo una sorpresa.
Refunfuñé, quería dormir, no entendía nada. Salimos del edificio precipitadamente. ¡Maldita lluvia!. me subió en el coche y dimos unas vueltas cerca de la playa. Me dijo que no saliera. Yo tenía el cinturón puesto y ella se quedó sola mirando el mar. Oía la lluvia. Tenía mucho sueño. Quería dormir pero no podía hacerlo oyendo la lluvia, como tampoco puedo cuando la oigo duchándose. Miré a mi madre, estaba a lo lejos, se mojaba y no le importaba. Esa noche no se había duchado. Su delantal se estaba mojando. Puso las manos en su cara. ¿Por qué estábamos en la playa?. El pescado venía del mar. No entendía por qué mi madre trabaja de noche ¿Quién quiere comer pescado a estas horas?. Yo no sabía a qué olía el pescado, jamás comíamos pescado. Raquel una vez me dijo que hay personas que viven manchadas por su trabajo. Mi madre nunca venía manchada, aunque muy pocas veces la veía antes de que se duchara. No sabía a qué olía el pescado. Volvió al coche y me preguntó si tenía hambre. Le dije que sí.
Vamos a por tu sorpresa ─Arrancó el coche y salió del aparcamiento de la playa.


Tráeme el bolso, ya nos vamos ─dice al salir del baño de la cafetería.
El móvil suena dentro del bolso. Mi madre se acerca, desabrocha el bolso y coge el teléfono.
Raquel. Sí, sí, lo he hecho.
Aprieta su frente con la otra mano, luego se mira la palma y hace un gesto, como si hubiera olvidado que está calada de la lluvia.
No, mañana tengo dos clientes ─rodea el móvil con la mano en forma de cuenco─. Ya, pero no puedo permitírmelo.
Se percata, por un instante, de mi atención.
Sí, él está aquí. Eso, en el baño ─baja la voz─. No, lo tiré todo por el retrete, lo hice como me dijiste. Ya te he dicho que no puedo permitírmelo.
Mi madre está de espaldas a la barra. La camarera me mira, me fijo en sus labios rojos y chillones. Tiene la mirada seria y los puños apretados contra la cintura, lo que tensa su delantal y disimula los pliegues de grasa de su barriga. El señor de la barra mira resignado al suelo, el cerdo lleva mucho tiempo sin afeitarse, seguro que huele mal.
Mi madre ha colgado, coge su bolso y me agarra de la mano, se acerca a la camarera. Le da un billete y la camarera se da la vuelta para teclear en la máquina. Mi madre me mira con el bolso en la mano y me toca la cabeza sonriéndome levemente.
Muchas gracias ─dice al entregarnos el cambio. Me mira─. ¿Te ha gustado la tostada?.
Le faltaba ajo, era una basura.
La camarera aprieta los labios y mira a mi madre, la cual me riñe con una discreción que enfada a la camarera. Se nota que la camarera no dice lo que piensa. La estúpida no quiere decir lo que piensa y mi madre se siente avergonzada. Pero yo no lo comprendo, si ella no dice lo que piensa mi madre no tiene la culpa.
Salimos del bar. Ya no está lloviendo. Nos dirigimos al coche. Me empieza a doler la barriga. Me subo y me pongo el cinturón. Aprieto mis manos contra el vientre. Mi madre no debe notar que me duele. Jamás traía pescado de su trabajo.
Era eso. Ahora lo comprendo.
Hoy le habían regalado un pescado enorme, traído directamente del mar. Como por la noche no podemos usar la cocina, no quería decepcionarme y ha tirado el pescado muerto por el retrete para disimular, era lo que Raquel le había recomendado.
Me encanta el ajo, era su regalo, y aunque me duela el estómago, no puedo consentir que mi madre note el dolor de su sorpresa.

8-1-14