miércoles, 8 de enero de 2014

EL NIÑO QUE NO COMPRENDE

No se oye nada en la cafetería salvo la calefacción, que emite un constante zumbido. Todo está iluminado, las luces son tubos largos, los azulejos grandes. No hay nadie excepto mi madre y yo. Bueno, también hay un señor a lo lejos que alterna su atención entre los platos de la barra y la puerta principal.
Disfruta de tu sorpresa ─dice mi madre. La camarera precipita el plato con la tostada de ajo y aceite sobre mi lado de la mesa y deja la taza de café con leche en el lado de mi madre. Ella no se inmuta, y acompaña la llegada del café encendiéndose un cigarrillo sin apartar los ojos del servilletero.
Ella no me deja tomar ajo, “mejor un vaso de leche”, suele decirme “el ajo siempre sienta mal de noche”. Me gusta el ajo, y en esta ocasión, ella ni se inmutó cuando hice mi pedido. Dije; “una tostada con aceite y ajo” y ella siguió mirando, pensativa, el aparcamiento por la ventanilla.
Ya no sé ni la hora que es. Cuando uno no sabe exactamente dónde está parece que el tiempo cambia, se vuelve extraño, igual que los colores. El hombre a lo lejos no se cansa de volver su mirada de la puerta y fijarse en la comida fría, no entiendo por qué no pide nada de comer. El zumbido de la calefacción es más intenso ¿O es solo en mi cabeza?. La tostada no tiene suficiente ajo, a diez centímetros del pan aprecio más el olor del café. Me encanta el ajo.

Raquel es la única amiga de mi madre, casi todas las tardes me recoge de nuestro actual piso. A veces le cuento las cosas que me enfadan. No entiendo por qué cada vez que vamos a casa tenemos que pedir la llave a un señor calvo y viejo que está en el piso de abajo, él siempre nos abre la puerta, como si fuéramos inútiles. Una vez me preguntó que cuánto tiempo me iba a quedar allí viviendo. Yo le contesté que esperaba irme pronto ya que los pasillos olían a muerto. Él se volvió con pasos lentos a la recepción y no volvió a hablarme. Raquel no tiene una casa pestosa, ella tiene libertad para entrar y salir cuándo y cómo quiera, y además tiene su propia cocina. Mi madre me dice que le haga compañía a Raquel, que ella necesita estar con alguien siempre. Jamás he tenido un amigo, mi madre no me deja jugar con otros niños, dice que tengo que aprender de mí mismo, dice que lo hace por mí. Raquel siempre está bebiendo cerveza, su casa no huele mal, pero está demasiado desordenada.

¿Y si el ajo me sienta mal? En realidad, nunca lo había tomado por la noche. Esta cafetería es extremadamente aburrida, no creo que pueda pasar nada interesante. Bueno, pero al mismo tiempo hay algo que me atrae de ella, es como otro universo, como un hospital de urgencias. El tiempo también se atrofia en los hospitales. Realmente no sé a qué estamos esperando.
Pruebo la tostada, está riquísima, aunque el zumbido de la calefacción me hace pensar que se va a terminar pronto, espero que no me siente mal. Mi madre cambia de postura todo el rato; mientras fuma apoya su cara en la palma abierta de su mano con el codo en la mesa, pero tras darle una calada al cigarrillo, lo quita y cruza las piernas. No sé por qué, pero tengo la sensación de que cuando esté durmiendo todavía estaré escuchando ese zumbido. ¿Por qué me había traído aquí?.
Tengo sueño. Una vez fuimos al hospital también muy tarde. Dormí en la sala de espera. En el hospital no había ningún perro, solamente personas, cosa que no entiendo; ¿dónde van los perros de los accidentes? No todos mueren al instante.

Mi madre se decide a coger el café, ¿ya no quema tanto o se ha acordado ahora de que tiene que tomarlo?. Me mira un instante y desvía la atención al azúcar. Tiene unas ojeras enormes y su pelo está completamente desmarañado, pese a la coleta roja que lo sustenta. Todavía tiene el delantal de la pescadería. Todas las noches lo trae puesto de la pescadería. Nunca vuelve a la misma hora. Cuando llega a casa normalmente yo ya estoy dormido, pero siempre me desvela cuando tira sus zapatos de trabajar al suelo. Son los únicos que tiene, no entiendo cómo puede andar con esos zapatos tan altos. Entonces, tras una breve pausa suelo oír el sonido del agua cayendo y la imagino volcándose a los vapores de la ducha. A veces creo oírla llorar, pienso que lo hace mi imaginación. En realidad, muy pocas veces la he visto llorar. Cuando oigo el sonido de la ducha es cuando más me apetece dormir, pero nunca lo consigo hacer hasta que no cierra por última vez el grifo.

Hace poco vi como un perro fue atropellado por un camión, murió al instante. Me hace gracia recordar la reacción de la gente, muchos corrían histéricos. Un hombre se encaramó en la puerta del conductor mientras le gritaba. El perro era de dos niñas y su abuela iba con ellas. Cuando pienso en la abuela siempre me río por dentro, tenía un vestido de flores ridículo, un vestido de vieja, se ponía la mano en la frente y se empañaba la palma con su sudor; “oh, pobres niños, mis pobres niños, qué desgracia”.

Le da un sorbo al café y vierte una mirada sobre mí al mismo tiempo. Todavía está mojada. Últimamente está más triste que antes.
Hace dos semanas vino más pronto de lo normal de trabajar. Yo estaba en la cama, metido entre las sábanas, se sentó a mi lado y tocó levemente el grueso colchón, me miró y me dijo;
Si tuvieras un hermanito podrías jugar con él, no necesitarías nada más.
Yo no entendía nada, ¿Por qué iba a tener otro hermanito? ¿Se pueden tener hermanitos sin un papá? Creo que no, aunque mi madre nunca me lo ha intentado explicar. ¿Dónde estaba su delantal?
Quiero ir a jugar al parque, quiero jugar en el parque
Ella apartó la mano del colchón y me miró fijamente, su mirada era una mezcla de calor y frió, se apartó de mí y fue a ducharse. Esa noche recuerdo que tardé más en dormirme, ella estuvo mucho más tiempo en la ducha que otras veces.

Ya he terminado la tostada. Sigo teniendo hambre. Nunca jamás he estado levantado a estas horas, bueno, salvo en el hospital, aunque esa vez mi madre no me dejó tomar nada con ajo.
En el hospital bebí varios batidos de la máquina dispensadora, ella también estaba triste, como ahora, pero no tan estropeada.
La vieja con el vestido de flores, no paro de recordarla y contengo las ganas de reírme. Miro la cara de mi madre, su rímel corrido y confundido con las ojeras. La verdad es que me recuerda a la foto de un payaso que está en la recepción de nuestro edificio, ella jamás se habrá fijado porque siempre salimos con prisa, a veces tirándome de la camiseta.
La camarera se presenta y recoge la tostada y el café, no mira a mi madre, a mí me mira de reojo. Mi madre la ignora. La camarera se vuelve y anda con un contoneo extraño, más lento de lo normal. Noto un leve pinchazo en la barriga.
El señor de la barra, esa estúpida camarera, el zumbido de la calefacción. Todo es igual de insoportable.
Vigila el bolso ─ella se levanta para ir al baño de la cafetería.
Tengo sueño, me gustaría estar en mi cama. Ella no se duchó esta noche, llegó a casa y se encerró en el baño, hacía ruidos extraños y estuvo demasiado tiempo. Como no oí el agua caer me dormí. Luego ya había pasado mucho tiempo cuando ella me despertó y me obligó a vestirme con rapidez.
Vamos a salir ─me dijo─. Tengo una sorpresa.
Refunfuñé, quería dormir, no entendía nada. Salimos del edificio precipitadamente. ¡Maldita lluvia!. me subió en el coche y dimos unas vueltas cerca de la playa. Me dijo que no saliera. Yo tenía el cinturón puesto y ella se quedó sola mirando el mar. Oía la lluvia. Tenía mucho sueño. Quería dormir pero no podía hacerlo oyendo la lluvia, como tampoco puedo cuando la oigo duchándose. Miré a mi madre, estaba a lo lejos, se mojaba y no le importaba. Esa noche no se había duchado. Su delantal se estaba mojando. Puso las manos en su cara. ¿Por qué estábamos en la playa?. El pescado venía del mar. No entendía por qué mi madre trabaja de noche ¿Quién quiere comer pescado a estas horas?. Yo no sabía a qué olía el pescado, jamás comíamos pescado. Raquel una vez me dijo que hay personas que viven manchadas por su trabajo. Mi madre nunca venía manchada, aunque muy pocas veces la veía antes de que se duchara. No sabía a qué olía el pescado. Volvió al coche y me preguntó si tenía hambre. Le dije que sí.
Vamos a por tu sorpresa ─Arrancó el coche y salió del aparcamiento de la playa.


Tráeme el bolso, ya nos vamos ─dice al salir del baño de la cafetería.
El móvil suena dentro del bolso. Mi madre se acerca, desabrocha el bolso y coge el teléfono.
Raquel. Sí, sí, lo he hecho.
Aprieta su frente con la otra mano, luego se mira la palma y hace un gesto, como si hubiera olvidado que está calada de la lluvia.
No, mañana tengo dos clientes ─rodea el móvil con la mano en forma de cuenco─. Ya, pero no puedo permitírmelo.
Se percata, por un instante, de mi atención.
Sí, él está aquí. Eso, en el baño ─baja la voz─. No, lo tiré todo por el retrete, lo hice como me dijiste. Ya te he dicho que no puedo permitírmelo.
Mi madre está de espaldas a la barra. La camarera me mira, me fijo en sus labios rojos y chillones. Tiene la mirada seria y los puños apretados contra la cintura, lo que tensa su delantal y disimula los pliegues de grasa de su barriga. El señor de la barra mira resignado al suelo, el cerdo lleva mucho tiempo sin afeitarse, seguro que huele mal.
Mi madre ha colgado, coge su bolso y me agarra de la mano, se acerca a la camarera. Le da un billete y la camarera se da la vuelta para teclear en la máquina. Mi madre me mira con el bolso en la mano y me toca la cabeza sonriéndome levemente.
Muchas gracias ─dice al entregarnos el cambio. Me mira─. ¿Te ha gustado la tostada?.
Le faltaba ajo, era una basura.
La camarera aprieta los labios y mira a mi madre, la cual me riñe con una discreción que enfada a la camarera. Se nota que la camarera no dice lo que piensa. La estúpida no quiere decir lo que piensa y mi madre se siente avergonzada. Pero yo no lo comprendo, si ella no dice lo que piensa mi madre no tiene la culpa.
Salimos del bar. Ya no está lloviendo. Nos dirigimos al coche. Me empieza a doler la barriga. Me subo y me pongo el cinturón. Aprieto mis manos contra el vientre. Mi madre no debe notar que me duele. Jamás traía pescado de su trabajo.
Era eso. Ahora lo comprendo.
Hoy le habían regalado un pescado enorme, traído directamente del mar. Como por la noche no podemos usar la cocina, no quería decepcionarme y ha tirado el pescado muerto por el retrete para disimular, era lo que Raquel le había recomendado.
Me encanta el ajo, era su regalo, y aunque me duela el estómago, no puedo consentir que mi madre note el dolor de su sorpresa.

8-1-14

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