Todos habían
perdido la esperanza. Desde la caída de nuestra reputación, cada
vez más habían aceptado que no íbamos a recuperarla, que el camino
se había estrechado demasiado para que el éxito nos alcanzara a
todos. La filosofía del trabajo en equipo empezó a cuestionarse,
antes de que todos, poco a poco abandonaran definitivamente la calle.
El último se fue
ayer, ahora solo quedo yo. Quizá alguien que pase me mire y me
reconozca, quizá tenga un contacto con alguien del mundillo y puedan
hacerme un programa especial; podría llamarse algo así como “los
vestigios de un pasado esplendoroso”, se podría dirigir a todos
esos niños que nos admiraron. Debería encontrar la manera de
peinarme, con estos pelos ya nadie podría reconocerme. Ya no tengo
el pelo azul de antes, ahora está todo sucio, parece una mezcla de
marrón y verde. Y la claridad de mi pelo, ahora los cabellos están
cada vez más enredados, tanto que la propia suciedad fue compactando
los enredos en trenzas.
A veces me quedo
mirando el cielo, el mismo cielo que miraba en los descansos del
rodaje cuando solía tumbarme en el jardín artificial, hinchado de
tantas galletas. Mi organismo estaba dispuesto de tal modo que
impedía que engordara por muchas galletas que comiera, y aunque
ahora llevaba seis días sin tomar bocado, realmente tampoco había
adelgazado. Hace años, uno de mis compañeros; sonriendo como solía
hacer, me dijo que el hambre había sido inyectado en nosotros para
naturalizar nuestras respuestas, para que pareciéramos humanos.
Nunca llegué a entender exactamente cómo eso podría suceder, quizá
me habían diseñado para que tampoco lo entendiera. Pero ese
pensamiento hizo que ese compañero fuera el primero en abandonarnos
desesperanzado. Intentó ofertarse en una tienda de segunda mano.
Ahora que la navidad estaba llegando, él se había acercado por
aquí, vino cuando aún quedaban algunos además de yo. Venía y nos
animaba, decía que teníamos opciones, que la crisis había hecho
que muchos hombres nos codiciaran. Las dos veces que vino estaba
mucho más limpio que nosotros, brillaba más. Decía que nada más
llegar le bañaban y le peinaban, incluso, en una ocasión le habían
echado perfume. No tardaron en dejarme de lado y seguirle a él, toda
la pandilla había intentado vender su alma por cuatro duros.
El cartón en el que
llevaba durmiendo cuatro meses todavía sobrevivía. Cada vez que
llovía lo escondía debajo de un porche, si se mojara se ablandaría
y tendría que ir a un supermercado y pedir uno nuevo. La última vez
todo el mundo me ignoraba, no sé si era porque les llegaba a la
altura de las rodillas y con la prisa nadie conseguía verme, o que
realmente no me reconocían. Los niños ya no saben quienes somos,
los niños ya me han olvidado.
Unos vándalos
suelen quedar en un callejón al lado de este lugar, suelen reír y
gritar hasta las tantas de la madrugada. Varias veces la policía
aparecía despacio con las luces encendidas, y ellos encontraban la
manera de huir antes de su llegada. Ni siquiera la policía se
interesaba por mi circunstancia. La última vez que la pandilla salió
escabulléndose, me acerqué dónde ellos habían estado. Tenían
vasos con ron y alguna bebida que no reconocía, en uno de los vasos
los hielos aún no se habían derretido, lo cogí con mis manos
endebles y lo metí en mi boca. No pude tragarlo, todo el líquido me
salió por los laterales de los labios y me humedeció todo el
cuerpo, la suciedad seca de mi cuerpo se volvió más viscosa. Era
líquido, no solía tomar líquido, pero era la misma sensación de
cuando comía galletas y todos los trocitos triturados caían por el
costado de mi cuerpo. Por aquel entonces, en cada descanso, una
becaria preciosa me limpiaba el torso y las rodillas con un cepillo.
Pero aquello no era lo mismo, eso era radicalmente diferente, no se
parecía en ningún sentido.
Escarbar la basura
no es lo mismo ahora que estoy solo. Es mucho más difícil apearme e
intentar alcanzar lo que sobresale del contenedor. Hasta ayer nos
ayudábamos, nos sujetábamos los unos a lo otros, o entre todos
levantábamos a uno para que llegara al contenedor, aunque había un
sentimiento general de que todos nos estábamos haciendo viejos y de
que ya no teníamos la misma energía de antes. Intento coger un
cartón que sobresale del contenedor. En una de las ocasiones, casi
sin fuerzas doy un salto enorme y consigo que el cartón caiga. Es un
trozo de cartón que pertenecía a una caja de juguetes. Tiene
colores vivos pero el cartón está estropeado y descolorido. En una
foto cortada aparecemos algunos de nosotros, apiñados, sonriendo. En
la parte superior de la foto nuestro nombre aparece parcialmente
debido a la rotura del cartón:
“-leñecos”.
“-leñecos”.
Tenía mucho más
espacio para dormir que el resto de los días, pero hoy iba a ser
especialmente difícil hacerlo tranquilo.
28-1-14
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