martes, 28 de enero de 2014

El pequeño famoso monstruo

Todos habían perdido la esperanza. Desde la caída de nuestra reputación, cada vez más habían aceptado que no íbamos a recuperarla, que el camino se había estrechado demasiado para que el éxito nos alcanzara a todos. La filosofía del trabajo en equipo empezó a cuestionarse, antes de que todos, poco a poco abandonaran definitivamente la calle.
El último se fue ayer, ahora solo quedo yo. Quizá alguien que pase me mire y me reconozca, quizá tenga un contacto con alguien del mundillo y puedan hacerme un programa especial; podría llamarse algo así como “los vestigios de un pasado esplendoroso”, se podría dirigir a todos esos niños que nos admiraron. Debería encontrar la manera de peinarme, con estos pelos ya nadie podría reconocerme. Ya no tengo el pelo azul de antes, ahora está todo sucio, parece una mezcla de marrón y verde. Y la claridad de mi pelo, ahora los cabellos están cada vez más enredados, tanto que la propia suciedad fue compactando los enredos en trenzas.

A veces me quedo mirando el cielo, el mismo cielo que miraba en los descansos del rodaje cuando solía tumbarme en el jardín artificial, hinchado de tantas galletas. Mi organismo estaba dispuesto de tal modo que impedía que engordara por muchas galletas que comiera, y aunque ahora llevaba seis días sin tomar bocado, realmente tampoco había adelgazado. Hace años, uno de mis compañeros; sonriendo como solía hacer, me dijo que el hambre había sido inyectado en nosotros para naturalizar nuestras respuestas, para que pareciéramos humanos. Nunca llegué a entender exactamente cómo eso podría suceder, quizá me habían diseñado para que tampoco lo entendiera. Pero ese pensamiento hizo que ese compañero fuera el primero en abandonarnos desesperanzado. Intentó ofertarse en una tienda de segunda mano. Ahora que la navidad estaba llegando, él se había acercado por aquí, vino cuando aún quedaban algunos además de yo. Venía y nos animaba, decía que teníamos opciones, que la crisis había hecho que muchos hombres nos codiciaran. Las dos veces que vino estaba mucho más limpio que nosotros, brillaba más. Decía que nada más llegar le bañaban y le peinaban, incluso, en una ocasión le habían echado perfume. No tardaron en dejarme de lado y seguirle a él, toda la pandilla había intentado vender su alma por cuatro duros.

El cartón en el que llevaba durmiendo cuatro meses todavía sobrevivía. Cada vez que llovía lo escondía debajo de un porche, si se mojara se ablandaría y tendría que ir a un supermercado y pedir uno nuevo. La última vez todo el mundo me ignoraba, no sé si era porque les llegaba a la altura de las rodillas y con la prisa nadie conseguía verme, o que realmente no me reconocían. Los niños ya no saben quienes somos, los niños ya me han olvidado.

Unos vándalos suelen quedar en un callejón al lado de este lugar, suelen reír y gritar hasta las tantas de la madrugada. Varias veces la policía aparecía despacio con las luces encendidas, y ellos encontraban la manera de huir antes de su llegada. Ni siquiera la policía se interesaba por mi circunstancia. La última vez que la pandilla salió escabulléndose, me acerqué dónde ellos habían estado. Tenían vasos con ron y alguna bebida que no reconocía, en uno de los vasos los hielos aún no se habían derretido, lo cogí con mis manos endebles y lo metí en mi boca. No pude tragarlo, todo el líquido me salió por los laterales de los labios y me humedeció todo el cuerpo, la suciedad seca de mi cuerpo se volvió más viscosa. Era líquido, no solía tomar líquido, pero era la misma sensación de cuando comía galletas y todos los trocitos triturados caían por el costado de mi cuerpo. Por aquel entonces, en cada descanso, una becaria preciosa me limpiaba el torso y las rodillas con un cepillo. Pero aquello no era lo mismo, eso era radicalmente diferente, no se parecía en ningún sentido.

Escarbar la basura no es lo mismo ahora que estoy solo. Es mucho más difícil apearme e intentar alcanzar lo que sobresale del contenedor. Hasta ayer nos ayudábamos, nos sujetábamos los unos a lo otros, o entre todos levantábamos a uno para que llegara al contenedor, aunque había un sentimiento general de que todos nos estábamos haciendo viejos y de que ya no teníamos la misma energía de antes. Intento coger un cartón que sobresale del contenedor. En una de las ocasiones, casi sin fuerzas doy un salto enorme y consigo que el cartón caiga. Es un trozo de cartón que pertenecía a una caja de juguetes. Tiene colores vivos pero el cartón está estropeado y descolorido. En una foto cortada aparecemos algunos de nosotros, apiñados, sonriendo. En la parte superior de la foto nuestro nombre aparece parcialmente debido a la rotura del cartón: 
“-leñecos”.
Tenía mucho más espacio para dormir que el resto de los días, pero hoy iba a ser especialmente difícil hacerlo tranquilo.



28-1-14

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