lunes, 13 de enero de 2014

Quiero que nuestra hija sea...

─ Es que siempre tenemos que hacer lo que tú digas ─ dijo Ana.
Juan había venido con un hambre atroz del trabajo y en ese momento no tenía especial interés en intentar salirse con la suya.
─ Si ya sabemos que no tenemos los mismos gustos, podríamos comprar otra televisión, así cada uno ve lo que le de la gana mientras comemos ─ Se metió la primera fresa de la fuente en la boca y se la comió de un bocado. Estaba fresca. Tiró la ramita verde en la misma fuente y se dispuso a coger la siguiente ─ Me encantan las fresas, joder.
Ana miró a Juan con un leve desprecio. Ella había comprado las fresas. También había comprado todos los ingredientes para elaborar la cena que estaban disfrutando. Y ahora era ella la que estaba intentando que su hijo se tragara, paulatinamente, la papilla.
─ Bueno, no vemos el telediario, nos tragamos la mierda del cotilleo...
Ana no contestó al comentario. Su hijo comenzó a digerir la ráfaga de cucharadas más velozmente. “Por lo menos pillaré la comida medio caliente”, pensó.
─ ¿Y el microondas? ¿No decías que lo ibas a mirar? ─ Dijo Ana.
─ Bueno, ¿y qué puedo mirar yo? Qué te crees que soy, ¿ingeniero?.
─ Sí, ingiero tú ─ Ana cogió el mando de la televisión y se lo pasó. Él lo cogió como si estuviera calibrando la densidad de un pañal sucio ─ Pues empieza por usar el mando y poner tú el canal que te de la gana.
En ese momento el niño empezó a refunfuñar. Movió las manos con aspavientos, como si se debatiera con una moral prematura, o quisiera declamar que las moscas no son necesariamente malas compañeras.
Juan miró a su hija
─ Me parece que se ha cagado ─ Dijo ─ A esta niña le encanta comer y cagar al mismo tiempo .
─ ¿A quién habrá salido?
─ Yo no me cago cuando como, salvo cuando veo estos programas que me pones
─ Claro, yo tengo la culpa de todo.
─ No, la culpa no es tuya, no es necesariamente tuya. Pero me sorprende que no te hayas dado cuenta de que se ha cagado, siempre se caga cuando le das de cenar a estas horas.
─ ¡No me digas!, resulta que es mi hija y la conozco mejor que tú ─ Se levantó apresuradamente y se dirigió a su habitación.
Juan y su hija se quedaron solos en el comedor. Ella se tranquilizó y le miró con dulzura. Juan comenzó a hablarle.
─ ¿Qué bebida te gusta mas, Bourbon o Whisky?¿Considera usted que la leche condensada es un bien innecesario en nuestra sociedad?¿Cree usted, señorita, que los programas de cotilleo tienen una función social estabilizadora?
Juan comenzó a reírse solo.
Ana volvió con un paquete de pañales en la mano. Los intentaba abrir mientras se acercaba torpemente a su hija.
─ ¿Qué te hace tanta gracia?
Juan cogió el mando y puso el telediario.
─Nada, estos programas de cotilleo─ Se giró y observó a su hija, que estaba observando la televisión con asombro ─ ¿Los prefieres a la leche condensada? ─ Le preguntó a Ana.
Ana cogió a su hija en peso y le dió la vuelta hábilmente.
─ Ya estás con tus gilipolleces, siempre con tus gilipolleces.
Juan se echó a reír y siguió comiendo fresas.
─ Estoy seguro de que la leche condensada tiene componentes nutricionales muy necesarios para la estabilidad del organismo. ¿Qué crees tu?
─ No me tomes el pelo
─ ¿A quién le voy a tomar yo el pelo?. La leche condensada, lo que hace precisamente, es condensar lo mejor de la leche normal. Un paquete de leche condensada equivale a diez de leche normal, pero solamente quedándose con lo más humanamente necesario.
Ana cogió el pañal usado y lo dejó a un lado del carricoche. Se levantó para desdoblar el pañal limpio y lo sostuvo durante medio segundo en la mano, como si esperara que ese molde del culo de su hija se solidificara como la arcilla.
─ ¿Qué coño te he hecho yo a tí?. Si pudiera saberlo me ahorraría muchas cosas ─ Espetó Ana.
Juan miró las noticias y se percató de que tenía la barriga hinchada, y de que apenas le había dejado alguna fresa a su mujer.
─ Si quieres puedo pedirle al vecino que te caliente la comida en su microondas.
─ Juan, ¡por favor! – Ana subió el pañal bruscamente. Y con unas ganas ansiosas de comerse su plato, le puso los pantalones a su hija y volvió a su silla. Juan observó a su hija, pensó que estaba cómoda, como una criatura sagrada concertada con el todo, sin tiempo y sin espacio.
─ Quiero que nuestra hija sea astronauta, que pueda volar y ver lo que casi ningún ser humano es capaz de ver ─ Dijo Juan.
Ana cogió la cuchara y la llenó de estofado. Se la llevó a la boca y lo disfrutó tanto como pudo, intentando a la vez ignorar que la temperatura no era la perfecta. En ese momento, como un príncipe que en períodos confusos de su reinado se regodea en la seguridad de la corona, observó la vasta fuente de fresas frescas, y contempló las únicas dos fresas que quedan, rodeadas de esparcidas ramitas verdes.
─ No me has dejado fresas, ¡canalla!. Yo también quería fresas.
Juan suspiró. Estaba esperando ese reproche, por lo que se disculpó poniendo en palabras el estándar de una excusa que tantas y tantas veces había utilizado en diferentes momentos de su relación conyugal.
─ Lo siento, nena. Yo... no me he dado cuenta. Es que estaba distraído, y la mano se me iba sola. Lo siento nena
Ana miró resignada su plato, y llenó una segunda cuchara del caldo del estofado.
Juan desvió sus ojos sutilmente a Ana y la observó llevarse la segunda cucharada a la boca.
─ Si quieres le puedo pedir algunas fresas al vecino
─ No hace falta Juan, eso no es lo que hace falta ─ Ana cogió un trozo de pan, y se lo metió en la boca. Lo masticó, sus mofletes se apretaron al mismo tiempo. Disfrutó de la mezcla de sabores en su boca.
Juan comenzó a mover el mando copiosamente, y dió con él pequeños golpecitos en la palma de la mano izquierda. En su mente los pensamientos no se proclamaban como palabras, se sintió repentinamente inseguro y vaciló a la hora de tener una posición clara sobre el asunto. Miró a su hija y a su mujer alternativamente. No sabía qué decir, esperaba una frase perfecta pero su pensamiento no se encauzaba. Como si fuera un ejercicio de autocontrol, interrumpió los golpecito del mando con su mano y agarró el mando con los dos puños.
─ ¿Y qué es lo que te hace falta Ana?¿Qué es lo que quieres?
Ana contestó sin interrumpir el ciclo de deleite que se había apoderado de ella.
─ Tú lo sabes muy bien, Juan, lo sabes perfectamente, mejor que yo incluso ─ siguió masticando.
Juan dejó el mando en la mesa, a la misma distancia de ambos. Comenzó a mirar la televisión superponiendo en su rostro una atención inexistente.
─ No, Ana, no lo se. No tengo ni idea
Ana hizo un pequeño ruido en su garganta, como si hubiera encontrado un trozo de pan duro en el abismo de su faringe. Cogió su vaso de agua y dió dos grandes tragos. Tras un suspiro, y la complaciente recepción de comida, dijo;
─ Bueno, pues yo no te lo voy a decir. Si tú no lo sabes yo no puedo hacer nada. Pero esto así no puede seguir
Juan sintió como una incómoda frescura se elevó desde la planta de sus pies hasta el centro de su estómago. Recordó el sabor de las fresas. Miró las dos fresas restantes de la fuente. “¿Qué pasaría si me las comiera?” Pensó.
─ Ya lo entiendo, quieres que te de leche condensada para las fresas, ¿verdad?
Ana casi había terminado su plato y ralentizó el ritmo de digerir.
─ Claro, leche condensada. Eso es lo que quiero, que me des tu leche condensada.
Ana rió con la comida llena. Juan no le vió la gracia. Ana miró el mando de la televisión.
─ ¿No te gusta el telediario? No te veo muy atento
Juan no contestó, y miró de nuevo las fresas. La mano de Ana se elevó e invadió el campo visual de Juan para alcanzar una de las dos fresas. Agarró la más cercana.
Juan sintió como si la mano de su mujer fuera gigante, y estuviera separando a dos hermanos apegados en medio de un calvario. Se acongojó e imaginó un clamor silencioso en su estómago, como si el resto de fresas que se había comido animaran a Ana, como zombies parlantes, a devorar esa deliciosa fresa.
─ Pues yo no quiero que sea astronauta ─ Dijo Ana ─ Quiero que sea arquitecta, que sepa bien dónde está pisando.
Juan ignoró lo que su mujer dijo. Miró la televisión y se fijó en las expresiones del presentador de las noticias. No entendía, ni siquiera escuchaba lo que decía. Tan solo observaba las flexiones de su boca, los movimientos de sus manos, y la peculiar manera de elevar los hombros cuando quería ocasionar expectación en la terminación de sus frases.
En ese instante. Una audiencia salida de la nada comenzó a aplaudir a un señor que sostenía un micrófono, tenía una perilla muy bien perfilada y un pelo oscuro, desde cuya coronilla nacían finas canas con una distribución sofisticada por todo su compactado tupé.“Bien podía ser un fenómeno perfecto de la naturaleza, como los copitos de nieve o la aurora boreal” pensó Juan.
Su mujer devolvía el mando lentamente a su posición inicial mientras miraba victoriosa a Juan, como si todo hubiera restituido su natural forma , y el príncipe reafianzado su trono.
─ Estas fresas están muy buenas Juan.
Los dos observaron la televisión mientras el señor de las bellas canas hablaba con tono triunfante y aleccionador; “Creo que ya ha quedado claro que hay algunas de las partes implicadas que sacan una muy buena, y sobrada ventaja, de hacer uso de la mentira” La audiencia comenzó a aplaudir. “También creo que debería quedar claro que ninguno va a sacar ningún tipo de ventaja no diciendo la verdad. No se puede negar, además, que los sucesos que tienen pruebas bien demostradas, no deberían discutirse. Anabel, cariño, tú dices que no querías a tu marido por su dinero, sin embargo, en ningún momento nos has dicho qué otros motivos te pudieron haber llevado a casarte con él. Ya sabemos que era un hombre machista y maleducado, ¿Por qué, entonces, te esposaste?”. El exmarido asintió con la cabeza, a la vez que el público volvió a aplaudir. “Por otro lado, entendemos por ello la posición de Diego. Pero Diego, si es cierto que no intentaron hacer nada para solucionar su problema conyugal.... Bueno, ella dice que tú no rendiste en la cama durante dos años...¿por qué entonces no lo reconociste?¿Por qué no reconociste la influencia que esto estaba teniendo en tu matrimonio?".

La niña empezó a revolverse en su cuna. El hombre la miró y pensó; “parece que ya ha vuelto de su viaje astral, de sagrada debe tener ya poco”. La mujer hizo un pequeño chasquido entre sus dientes y su lengua, como si así pudiera evitar que las quejas de su hija no terminaran en llanto y pudiera continuar absorta en su programa de televisión favorito y haciendo la digestión.
─ ¿No te vas a comer la última fresa? ─ Preguntó Juan.
─ No
Juan miró la última fresa. “desolada fresa”, pensó, “rodeada de barbarie y de incomprensión”. Su mano se movió ligeramente, como un helicóptero pilotado por un sordo sobre la desangrada fuente llena de racimos verdes esparcidos al azar, como cadáveres desterrados de su cementerio. Con la punta del índice y el pulgar apretó con suavidad la carne de la fresa. La elevó, del modo que seguramente los apóstoles elevaron el mensaje de su mesías, y el capitalismo eleva el valor del oro sobre un silencioso descampado de inmuebles desahuciados.
La fresa se acercaba lentamente a su boca, como un astronauta que vuelve a su nave.
El ruido del tumulto lo despertó de su viaje y restituyó las leyes normales de la gravedad que suelen operar en su comedor; la audiencia abucheaba a uno de los interventores. La fresa llegó a su boca, y como si él no la esperara, la masticó y la mordió avariciosamente.
─ No vas a cambiar en la puta vida ─ Dijo Ana.
Juan observó a su mujer en el otro sofá, el movimiento de luces y sombras de la televisión le daba a su piel un color gélido, “Parece una anciana atónita que ve por primera vez el hielo”, pensó.
Juan tragó el último trozo de fresa, y con ello su estómago se llenó lo suficiente como para no dejar más espacio para las quejas.
13-1-14

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