“Simulacro” – una composición teatral de “Buruzbera Cía” realizada por tres actores en escena– plasma su representación sobre la historia de la dramaturga Sarah Kane. Aunque la creación homenajea, de algún modo, la historia de Sarah Kane.
La obra resulta como un pegote de pintura en un cuadro impresionista, donde, a través de la conducción de la historia de Sarah Kane, cada uno de los actores impregna la creación con sus propias historias y sus pesares revelados. El resultado de la impresión global no es, para nada, un mero añadido de sus agrios y personales pesares, sino una serie de confesiones particulares transmitidas en –lo que yo viví– como una catarsis compartida y hermanada.
Sarah Kane no es un mero fantasma al que le dan visibilidad en escena; es una vida que se reencarna con cada anécdota personal de los implicados y que discurre en sinergia con el alma de los tres actores, en un ejercicio de maestría física y sutileza textual.
La obra de “Simulacro” te permite danzar hacia un universo de intensos movimientos y cargadas emociones, pero que juega con el contraste –la cuarta pared se rompe a veces –súbitamente–para devolverte a lo mundano y permitirte transitar la historia, bailando en una fina línea entre el alivio y el desconcierto–.
La obra teatral empieza con un parto y un feto recién nacido que recibe sus primeras impresiones del mundo. Desde ese momento el propio espectador nace y parte de esa misma “tábula rasa”. Ese feto nace ya oprimido por las propias expectativas desconfirmatorias y la triangulación de sus figuras de apego.
A partir de entonces la creación te propone un baile que puede resultar caotizante, pero que refleja la propia fragmentación de un “yo” que pretende mantenerse firme y humano. Lo cual se refleja en que personajes no tengan nombre, los actores ocupan personalidades transitorias, e incluso que los actores representen distintas parcelas del “yo”.
Y ese recién nacido (que es el espectador) no tarda en sumergirse en esas dos fuerzas en constante lucha. Por un lado, el maltrato social –el efecto del etiquetado social, el adoctrinamiento de los medios, los obstáculos para la prosperidad personal…– y también la malnutrición relacional –cuidadores que te estigmatizan, entresijos de la vinculación de apego…– y, por otro lado, un yo fragmentado que intenta sobrevivir, una cordura que a veces se desliza hacia la psicosis y hacia la normalización de la atrocidad, pero que intenta preservar el amor y el cuidado del otro, así como de uno mismo. Resistir a la tragedia. Resistir a la vida.
La angustia es arrojada al espectador –no con la búsqueda gratuita del morbo o el dolor por el dolor– sino como una manera de “sobrevivirse”, de reconocerse humano a través de un grito desgarrador, de desvelarse y autorevelarse ante el dolor y la angustia.
Sea como sea, el espectador acaba bailando espiritualmente con los implicados. Y lo que al principio es caótico y ajeno, acaba implicando la propia alma fecunda del mismo. Una parte de cada uno también se sumerge en ese resquicio de miseria del mundo.
Los fragmentos de las historias activan parcelas de uno mismo y, paulatinamente, acaban por construir un espejo coherente en el escenario en el que es difícil no verse reflejado –y también con ello, el sufrimiento de Sarah Kane cobra vigencia en el sufrimiento de todos los presentes–.
Cuando la obra finaliza el espectador está convulsionado, sin poder compartir y elaborar lo que acaba de ocurrir. El límite físico y psíquico de los actores permea los propios límites del espectador.
Aunque tras sumergirse en el simulacro el polvo empieza a asentarse, yo personalmente, lo que más me apetecía a los pocos minutos de terminar era volver a ver la obra –tal como pasa con los simulacros, éstos son un recordatorio reiterado de aquello que entra en riesgo de olvidarse–.
Tras la estela de angustia y dolor, la obra me dejó un poso de comprensión “con mayúsculas”, de amor por el prójimo, de arropo, de admiración, y posiblemente, de lección venidera. Gracias de corazón
Compañía:
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