Necesito penetrar en los demás,
mirar y querer incubarme en más
espíritus.
Siempre tan introspectivo.
No salí aún de mi madre,
estaba ensimismado.
Cuando la miré,
todo se detuvo.
La tontería se diluyó;
tontería por todo
lo que nos rodeaba,
hasta lo más inmediato y cercano.
Su pelo dejó de ser bello y liso,
comenzó a ser un molde de sus tristes
ojos.
Sus ojos abiertos y azules,
tenían más en sí que color y
recepción.
Su rostro era la cima de su escondida
integridad,
de alguien configurado y hecho
a una coyuntura ridícula.
Sus ojos se aprisionaron en mi
y los mios en los suyos.
Anhelaron juntarse y ser uno.
Lo único que sentí era que ambos
queríamos lo mismo,
y que las palabras, por el sobreuso,
habían caido en una completa
irrelevancia.
Del espejismo, continué por el
pasillo.
La sal se humedecía en las paredes
que absorbieron mi impasibilidad.
Las llagas, habituadas a su moderado
ardor,
habían conseguido saltar de su piel
y volar por la espesura de la sangre
del aire.
Al andar, yo formaba minúsculas olas
rojas
que irradiaban la pasión
que se escapó por la insoportada
noción
de la nada.
Todo se conducía
para que yo
me disolviera en esa mirada.
(Diciembre 2013)
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