martes, 12 de agosto de 2014

DIMENSIONES DEL LENGUAJE

Escuchar la psique.
Perseguirla.
Cada cosa tiene una voz.
Mi profesor me dijo que se estaba leyendo el mismo libro que yo.
¡Qué casualidad!
Mi mente divaga ferozmente
apuntillando ideas concretas
para desbarajar los avatares del destino.
Pero me detengo,
observo la profusa corriente de imaginación fugaz,
aprieto los dientes
y me despretidigito de mi propia magia.
De pronto pienso en el amor,
mi cuerpo se pone sensible y endeble como las malvas.
Aunque el dolor amenaza con salir
perforándome los órganos -la cirugía maquiavélica de un doctor-.
Ese doctor solo dice tener miedo,
pero dice amar ese amor que mencioné,
aunque cuestiona su formulación a priori,
quiere pensar y llenarme los bolsillos de plomo.
Que cargue la mochila, me dice; que recorra y viaje,
que explore tanto que llegue al sinfín del mundo
donde ese amor se funde en una explosión sideral de semen.
Pero recuerdo que soy individuo de un solo cuerpo.
El doctor se aleja.
Y ya se encargará ese cuerpo de despertar consigo
los límites impuestos por su biología;
ya se encargará de convalecerme
y levantar en mí centellas de anhelo focalizado,
de pedirme oxígeno que le falta
para corresponderme con el ímpetu que yo le pido.
Ahora me observo, observo mi estilo sobredramatizado,
pienso en la relevancia de este camino,
en el detenimiento propulsado por esa obligación
que me concierne para con mi profesor,
él debe leer esto.
Pienso también en las limitaciones,
y a la vez, en los andamios de la estructura estética,
pienso en la parte del mensaje que nunca llegaré a expresar,
pienso también en mis virajes, en los que traen mi voz a este habitáculo
de súbita intimidad que surge brotando entre los resquicios del ratón del ordenador.
Siento la intimidad de la poesía,
la de las mañanas,
y de tan realista que me vuelvo,
ahora pienso en mi descaro.
En ese atrevimiento a pasar sin llamar,
A estar aquí pero sin llegar a estarlo.
Pienso en la retórica, en los sistemas de significados compartidos,
en la derecha y la izquierda,
pienso en la ridícula y abstracta referencia
a la humanidad.
Miro arriba, arriba del mundo; la gigante red
compuesta de brazos enganchados unos de otros,
cada uno de ellos lucha por preservar la consistencia de su área.
Acerco la mirada,
y cuando menos lo espero,
otra nueva retícula de brazos aparece debajo de los anteriores
en otro nivel más molecular,
todos más pequeños pero muchos más.
Son infinitos, y la abstracción no me permitía verlos.
Son brazos que tiran del resto,
manos y brazos que en su dialéctica
compusieron el tejido del mundo.
En ese momento, una voz ahuecada suena desde el fondo negro;
"estamos viendo demasiado, quizá estamos viendo tanto
que mañana moriremos por vértigo
a los vacíos de la identidad".
Rápidamente me dirijo a la puerta y salgo a la calle
para airearme la cabeza.
El drama se desdramatiza,
aunque todavía lo noto bullir dentro de mí,
escondido en el contencioso modelo de preservación de las palabras,
resguardado en sus límites, donde ya no cabe más duda,
en el óvalo rojo que pulsa mi pecho.
Y lo escucho,
y ahora sí entiendo las quejas del cuerpo compungido,
entiendo las reglas de la juventud, el lenguaje del cuerpo.
Sigo escuchándolo.
Entiendo la simpleza del óvalo, sus códigos basales.
Entiendo que todo es lo mismo; una gran unidad,
y caigo en cuenta de que siempre es el miedo
lo que discurre por todos los niveles del lenguaje.
Pero lo entiendo, entiendo que el límite
lo pone el propio cuerpo,
y lo noto culparme, lo noto captándome con tensión
para que baje a su altura;
"escucha el rio", me dice,
"préstate a los constructos reforzados en nuestra historia.
Escúchate calmado,
mira ahora a tu profesor,
recuerda que él está ahí,
y que está leyendo el mismo libro que tú y
que como él otros tantos.
Recuerda que la vida está ahí fuera,
recuerda mis quejidos, mis llantos,
recuerda qué pasa cuando alguien no escucha.
Vuelve al amor,
entiende los cohetes de Chantal Maillard como simple evasión.
Duérmete, descansa, no mires tanto, no tejas tanto,
no acumules excedente de tela en los poros de tu piel.
No accedas a ese brote continuo y creciente de sobrereflexión.
Y date cuenta de lo que te he dicho,
date cuenta de que te digo que lo hagas
mientras practico la contraindicación,
mientras acribillo tu mente de palabras,
mientras te arrastro a la simbología elaborada y divergente que critico".
Ya no es calmoso, el cuerpo ya no me da calma,
ahora escucho su pedantería.
"Pero no quieras callarme", me sigue diciendo; "no no no, no lo hagas
porque como yo había muchos otros que hablaron.
No, porque si me callas al final se nos destejerá la identidad.
Empezamos a ser muchas voces. Y no es cuestión de callarnos,
sino de gestionarnos para no caer en la locura,
para permanecer aquí,
donde la multitud de dimensiones del lenguaje se miran,
apaciguadas, ofreciendo una tranquila presencia
sin palabras".

6-8-14

No hay comentarios:

Publicar un comentario