sábado, 2 de agosto de 2014

Reconocerme en ellos

     Seleccioné el bar por azar, simplemente estaba hambriento y no parecía demasiado caro.
Entré, me senté en la barra y eché un ojo a la carta. La camarera se acercó justo cuando me decidí
por un montadito de lomo y unas patatas fritas. Estaba ella sola trabajando, se metió dentro de la cocina y casi inmediatamente se comenzó a escuchar el crepitar del hielo en el aceite hirviendo.
     A mi lado había una familia, mantenían una conversación sobre el mejor modo de hacer un salmorejo.
La televisión sonaba alta, muy alta, aunque nadie le prestaba atención, salvo uno de los hijos que estaba un poco desplazado, sentado en una mesa de plástico blanco.
Ese niño miraba la televisión fijamente, y no prestaba aparentemente atención a la familia.
En la televisión estaban dando anuncios, pasaban veloces, uno detrás de otro. Alguno de ellos era bastante llamativo.
No solía ver la tele en mi día a día, aunque la mayoría de ellos daban la sensación de ser los mismos anuncio anuncios de hace quince años.
El niño se giró y me miró. No fue una mirada personal, sencillamente observó mi figura en la barra y pensó algo. Parecía resignado, se mantuvo así unos segundos y volvió a fijarse en la televisión.
Quise condescender con él, quise mirar la televisión.
Y es cierto, que a los minutos de estar mirándola ésta comenzó a ocasionar un efecto prestidigitador en mil. La miraba como cuando un niño observa unos fuegos artificiales. Cada anuncio era como un cohete que replegaba un radio de sensaciones que se quedaba flotante y en proceso de extinción, hasta que llegaba el siguiente, sobreponiéndose al anterior.
Nunca jamás veía la televisión, y no se podía decir que en este momento la estuviera mirando, precisamente. Realmente no tenía claro que era lo que me llamaba la atención de la televisión. Sin embargo, sus colores, sus movimientos, su luz, parecía tener más intensidad que cuando yo llegué, y yo no podía reconocer el engranaje que subyacía a este extraño fenómeno.
Digamos que era algo desconocido, algo desconocido aunque tremendamente familiar que me mantenía embobado y me trasladaba a un pasado lejano. Pero ya no podía decir que era la televisión en sí mismo, era el resultado total de esa coyuntura concreta y jamás repetida. Era como si yo ya hubiera estado ahí antes, como si conociera a la percepción el tipo de conversación que la familia solía mantener entre sí, incluso me había familiarizado con los olores de cada uno de ellos, con sus chistes comodín, con los clichés. Pero no los conocía en absoluto. Esa televisión de fondo, su repetición constante, podría decir ahora que era como la banda sonora de mi infancia, ahora ya lejana y desgastada, versionada quince años después pero con la misma estructura que por aquel entonces, con la misma espasmosidad familiar, los mismos ruidos y el mismo calibre en los anuncios que cabalgaban por ese astro de luz fijo.
Sea como sea, en ese momento formé parte súbita de una perfecta integridad familiar.
En ese momento comenzaron a venir a mí imágenes, más olores y sensaciones concretas. Y tuve una especie de sospecha que hacía mucho tiempo atrás que no había experimentado.
Tuve una sensación certera de que mi familia había resurgido de mi pasado, había emanado del suelo de aquel bar y que se habían colocado alrededor mío en una posición concreta, en la que cada uno se sentía representado.
Yo había cerrado los ojos y seguía oyendo a la familia hablar. Si prestaba atención a lo que decían eran cosas que nunca jamás yo reconocía haber hablado u oído, aunque la sensacion de familiaridad continuaba, esa sensación solo la tengo cuando me estoy quedando dormido viendo una película.
En ese momento sentí que mi abuelo paterno estaba muy cerca de mi, que estaba totalmente blanco y petrificado, como una escultura de cal. Sin embargo, podía sentirlo, podía imaginar su boina y su vastón, lo podía ver sentado en el sillón fumando pipa y colocando con su esmero recurrente y burdo el tabaco sobre la misma. Él se estaba fijando en la televisión del bar, como siempre solía hacer, podía fumarse tres pipas seguidas sin apartar la atención de la televisión. Pero a pesar de ser el que más la miraba, nunca jamás hacía un comentario al respecto, salvo las risas estridentes, casi convulsivas, que brotaban, y que a todos nos asustaban, y que se cortaban de golpe a los pocos segundos de comenzar.
Tenía momentos en los que parecía que salía de esa especie de estupefacción.
De pronto caía en cuenta de que esa familia, la del bar, tenía unos rasgos totalmente novedosos para mí, pero cuanto más consciente era de esto más despertaba de aquel asombroso estado, y eso era algo que en aquel momento no quería hacer, lo que quería era explorar las sensaciones que experimentaba antes que mantenerme contenido por los límites cotejables de la realidad.
La familia desconocía seguía a mi lado, pero en un segundo plano cristalino y contemporaneo. Y de su inmediatez se trasladaban a un segundo plano difuso, como cuando doblas la mirada, y ves doble, y así accedes con más facilidad al pensamiento.
Quien estaba a mi lado era mi abuelo congelado, con la mano levantada con el amago de coger una pizca de tabaco.
Los anuncios de la televisión perdieron su contenido, se volvieron acontemporaneos, ya me habían trasladado a un pasado lejano, distante, y en cierta medida ajeno, aunque me hacía consciente en todo momento de una fuente de sensaciones instalada en lo más hondo de mi, cuyo fluir había despertado en mi las nostalgias más comunes y genéricas de cuantas solía experimentar. No sabía incluso el origen de esa nostalgia, solo sentía que en esa corriente que se movía dentro de mi se recorría todo lo que había sido mi vida, las recónditas sombras de mi pasado, acompañadas del calor de una chimenea, de llamas fluctuantes y anaranjadas, que descansaba en una esquina del salón.
El olor a leña y tabaco se mezclaba, el que era mi tío explicaba un juego de cartas y en ese momento dejó de existir el tiempo, o mejor dicho, las pretensiones que instalamos en él, las prosperidades venideras que flotan en nuestra cabeza como todo lo que se deja atrás con la llamada de la vanguardia.
    Usted es ese payaso _le hablaba a una percha con cara gigante_ cuyas orejas se distinguían por un fondo vago sin una profundidad delimitada, como el cielo en la noche. Pero su rostro rebosaba de una rebeldía sutil e incuba, que son las más peligrosas para los que desean estabilidad.
Esa percha con cara de payaso prometía haber estado allá toda la vida. No vocalizaba palabra alguna, sin embargo con sus ojos me había hechizado para que convirtiera toda mi vida en una escena representada. Pero yo no lo sabía, no sabía nada de esto porque el testigo, aquel que conocía las coordenadas del proceso para mirar de frente al miedo, por aquel entonces dormía. Y dormía tanto, que jamás nadie sabía que había existido, ni tan siquiera yo mismo.
Pero cuando con el tiempo despertó, yo estaba tan poco preparado para hacerle frente y asimilar su emergencia, que no pude conciliar su mensaje con una actitud conciliadora.
Mi esencia era sucinta por aquel entonces. y cuando ese payaso despertó y abrió sus ojos una parte de mí eclosionó y discernió las presiones de mi familia, su preocupación puesta en ellas para que yo tuviera una vida digna. Esa explosión me hizo muy cercanamente consciente a la muerte, o lo que es peor, a su universalidad. Esa sensación repentina se tradujo en un cambio de luz de un arcoiris súbitos, salté de un color a otro, el estallido de una presión acumulada, una homeóstasis que de golpe denosta todos los cuentos pueriles y que dice con claridad: "todos mueren como todas las gotas son del mar azul, todos juegan pierden se engañan y repiten".
Todos evaden la idea intentando ganar puntos con las reglas que de algún modo llegan a nosotros. Todos evitamos destruir los mitos que nos enlazan. donde nuestra identidad se alienta; a veces carcomiendo, o como termitas, devorando lo que la cultura nos da, queriendo ser más, esperando que todos converjamos, que nuestra madre nos comprenda, que nuestra novia nos quiera un poco más.
Ninguno quiere caer en el abismo que activaría los animales sedienos de nuestra corteza subcortical,
la que se entuba socialmente.
No me refiero a que seamos enfermos crónicos, pues no los propagadores de la salud extrema; los constructivistas que te dicen que te olvides que tienes dos ojos, encima de una nariz, y una nariz encima de una boca, no están necesariamente mejor.
Pero sí hay grados de resistencia para el nihilismo, y ya al propia sugestión y la confianza depositada en la consecuencia crea ya de por sí un posible cariz que regula hasta la última neurona que quiere gritar.
Habrá que dejarle el mundo a los adaptados, dejarse las profecías que amenazan con la destrucción inminente, asumir que nuestro ideario se supedita a protofunciones evolutivas, que los naturalistas no escuchan que los que tienen el dominio tienen algo aún más valioso: esa fuerza que da un alto porcentaje del encéfalo en su sentido más básico, el que siempre ha marcado los siguientes recorridos.
Pero no os engañeis, es difícil, pero nosotros no somos nada nuevo; tenemos un discurso más sofisticado, pero antaño ya hablábamos. Solo que se nos codifica en los avales de la subhistoria, cuyas consecuencias solo se plasman tácitas en la rebeldía incluso programada, a la que muchos nos sometemos en silencio.
Condescender con ese lado oscuro de uno, sin perímetros reglados.
Salir a la calle con la ceniza en la frente y con más pupilas que ojo, permitir el aberrante bramido de los automóviles, la agnosia continua de la verborrea humana, hacer sin contemplación,
olvidarse de posiciones preestablecidas que te llevan a representar la aflicción, saltarte los escalones
de dos en dos y llegar al caos del grito que se articula como centenares de muebles callendo.
Mirar la belleza, deconstruirla como se deshilachan las rastas, dejar que pompas verdes y mohosas broten en los contextos que más protocolo demandan.
Vomitar discretamente y sonriendo, degustando el aliento vacío. Dejar que te infeste ese aliento, con su procesión de cristales tragados.
Que no te entre la piedad, la dulzura, los bellos cabellos, la indulgencia de la infancia.
Que todo pase de costado, que te proteja un aura necrofílica, que mires los suntuosos
movimientos de dos piernas y deliberadamente imagines carne roja malnutrida.
Moldear el entorno, volver la percepción oscura para evitar que salgan las pulsiones
integradas en una realidad consensuada, que brote el reclamo más sencillo.
Ellos pasaron por mi camino, yo los miro de soslayo.
Me había olvidado de la familia. Ahora soy libre.
El niño se gira de nuevo, me vuelve a mirar.
Cuando yo era niño y mi abuelo cargaba su pipa con pizcas de tabaco
y yo temía a los payasos, recuerdo verlos a ellos, con esos mismos ojos.
Se sentaban en una esquina, los encontraba mirándonos, a veces escribiendo,
recuerdo reconocerme de algún modo en ellos.

31-7-14

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