En este caso el
recorrido era inusual, aunque lo sabía, sobretodo por las curvas y
frenazos del autobús; la diferencia con otros viajes era
especialmente notable. ¿Me
dice dónde está el centro comercial?.
El encuentro tendría lugar dentro de cuarenta minutos. Según me
contaron, suele haber un protocolo de presentación y están
acostumbrados a nuevas afiliaciones. Sí
claro, le faltan aún tres paradas. Ana
cogió mi mano y
dibujó con el dedo índice en mi palma. El sol achicharraba y la
continua ida y venida de edificios ocasionaba una alternancia de
calor y frescura en mis brazos.
Entonces
me susurró esa frase, nuestra frase, al oído. Yo sonreí.
Apreté
el bastón desmontado con mi mano derecha. El autobús parecía
atestado, aunque esto era difícil de discernir dado el silencio al
que los viajeros generalmente se someten. Nunca antes había estado
en esta zona de la ciudad. Siempre que salía solo, acababa haciendo
el mismo recorrido, aunque ella casi siempre me acompañaba allá
donde iba.
Alguien
había solicitado nuestra parada y ella me apremió para que me
levantara y me dispusiera a salir del autobús. Me contuve de pie
hasta que las puertas se abrieron, tras lo cual ella cogió mi mano y
la posó en su hombro. Guiaba mis pasos, aunque no me avisó del
escalón del autobús puesto que era el mismo en todas las paradas.
Y
es cierto que irradiaba, mucho más que cuando subimos, y si no es
una cuestión temporal, mucho más
que en el centro. Por una extraña razón en las zonas más
extraradiales siempre he tenido la sensación de que hace más calor;
quizá sea la desolación industrial.
─ Puesto
que nos sobra tiempo podríamos tomar antes un café, ¿qué te
parece?
Moví
la cabeza de un lado a otro. Juan tuvo un perro lazarillo y siempre
decía que podía imaginar su cara cuando sacaba la cabeza por la
ventanilla del coche. El sol irradiaba pero hacía una brisa que
pocas veces he experimentado.
─ ¿Cuál
es tu nombre?
Ajetreaba
sus papeles y cliqueaba eventualmente el ratón.
─ Jaime
Siguió
moviendo los papeles. El aire acondicionado hizo estornudar a Ana,
que amortiguó el sonido con su
mano, tras lo cual me cogió la mano derecha que asomaba
debajo de mis brazos cruzados.
─ Muy
bien Jaime ¿y cómo estás?
No
sostuve la mano de Ana y descrucé mis brazos. Mi bastón estaba
desmontado; yo apoyado en él y él en el suelo.
No
respondí, y se oyeron unas repentinas risas de una sala recóndita
del edificio.
─ Si
lo deseas, Jaime, tenemos una máquina de refrescos en la entrada,
codificada en braille.
Hace
años Ana me reprochó que yo no quisiera tener un perro lazarillo.
─ Perdona
si... ─Ana dejó la frase a medio, tras lo cual no se oyó nada
durante unos segundos. Y cuando digo nada es porque es nada. Ana
acarició mi brazo con varios de sus dedos.
No
me habían hablado del color de las paredes, pero intuía que era
blanco, y que los ventanales eran lo suficientemente grandes para
tener una buena excusa para poner el aire acondicionado a toda
marcha.
─ Pues
necesitaría usted rellenar previamente este protocolo
De
nuevo, el sonido de papeles.
─ Muy
bien ─dijo Ana. Escuché el sonido de pieles moverse, el cuero del
bolso rozando con su camiseta.
─ No
hace falta, aquí tiene un bolígrafo.
─ Muy
bien ─repitió Ana
─ Son
solo cuatro preguntas para clasificar su perfil, si lo prefiere las
leo en voz alta, lo termino rápidamente y así accede al encuentro,
que ya ha empezado.
─ No
sabíamos lo de la encuesta ─dijo Ana. Acercó su hombro a mis
brazo.
─ De
acuerdo ─cliqueó varias veces con el ratón del ordenador─ sean
breves, es puramente clasificatorio. ¿Seguro que no quiere un
refresco?─. Me preguntó con una ligera inflexión en la voz.
─ No
quiero un refresco ─La otra
noche cenamos pollo asado. Ana había sacado la cubierta fina y yo no
estaba a costumbrado a meter tenedores tan
largos en mi boca...─.
Venimos de tomarnos un café.
─
Eso está muy bien. ¿Cómo
conocieron de la existencia de estos encuentros?
─
fue un amigo ─indiqué.
─
¿Un amigo? ¿él también acude
a los encuentros?.
─ ¿Él?
─...la idea era la de invitarlos a todos, seguramente la de sacar
el tema y, entre todos, convencerme de la inconveniente actitud de
negación y rechazo que suelo ostentar─. Él no está ciego, es
abogado.
─ Muy
bien ─tecleó en el ordenador─. ¿Desde cuando adolece de la
discapacidad?¿cuál es el motivo de la misma?
Respiré
hondo, un ronquido involuntario
salió de mi garganta.
─ Desde
hace nueve meses ─dijo Ana, se inclinó hacia adelante y bajó la
voz─. Fue un accidente laboral.
Un
grupo de gente comenzó a reír desde una sala, seguramente la misma
de antes. Pero esta vez parecían risas de un carácter un tanto
antinatural. Prolongaron la reiteración cíclica de carcajadas
durante casi medio minuto.
─ ¿Alguna
prescripción médica?
─ ¿Por
qué se ríen? ─pregunté. No oía a Ana, estaba a mi lado y ni
siquiera podía oler su peculiar y natural olor a melocotón─. ¿Qué
les hace gracia?
─ Es
un ejercicio de apertura.
─ ¿Un
ejercicio de apertura?¿qué carajo es eso?
─ Jaime..
─Ana volvió a acariciarme el brazo con su mano. El bastón me
permitía seguir teniendo contacto con el suelo. Me lo regaló Ana.
También me iba a regalar el perro lazarillo, y fue ella la que
también propuso que viniera a estos encuentros y la que se ofreció
a costearlos.
─ Pues,
está relacionado con la confianza, pero... ─las ruedas de su silla
se movieron─. Será mejor que se lo preguntes a José una vez que
pases. Yo solo soy la secretaria.
─ ¿Tienes
perro? ─le pregunté
─ ¿Cómo?
─contestó
Ana
me volteó y cogió mi mano derecha, con la que sostenía el bastón.
Se puso de puntillas y susurró nuestra frase al oído.
─ ¿Tienes
un perro o no? ─fingí que Ana no estaba...
─ Sí,
tengo perro
─ ¿Necesitas
que tu perro te complete?
─ Jaime,
por favor ─...aunque ella seguía sosteniendo mi mano.
─ ¿Te
parece gracioso?¿les parece eso gracioso? ─le
pregunté.
─ No
es gracioso señor, no es gracioso Jaime, en absoluto.
Guardé
silencio. Elevé el bastón, su mano se soltó, y lo plegué.
─ Has
tenido que mirar mi nombre en la ficha ─le dije─. Puedes permitirte fingir que no lo has olvidado.
No
me había dado tiempo de aprender el recorrido, y menos aún de
memorizar las curvas y frenazos en sentido inverso. Ana, que estaba a
mi lado, no había dicho nada durante la vuelta y tampoco me había
tocado. Pero yo sentía su olor a melocotón.
─ ¿Qué
quieres hacer ahora? ─le pregunte, aunque ella no contestó e
imaginé que estaba mirando por la ventana─. Lo que yo quiero
─apreté el bastón cerrando el mango con todos mis nudillos─. Lo
que yo quiero es levantarme por las mañanas y que no me quede café.
Quiero que me duela la cabeza por el calor, tener la oportunidad de
levantarme con el pie izquierdo, ¿sabes?. Me gustaría tener miedo
de que me despidieran y no tener que hacer frente a este estúpido
litigio judicial. Me gustaría esforzarme lo justo para saber de
dónde venimos ─comencé a hablar más lentamente─. No tener que
estar tan atento si en algún momento quisiera volver─noté que se
acercó a mí, noté su aliento cerca de mi cuello─. No me gustaría
que tuvieras que acompañarme cada vez que viniera ─carraspeé y se
atrancaron mis palabras─. Pero tampoco me gustaría venir solo.
Yo
tenía la respiración honda. Sentí su aliento; sus labios casi
rozaban mi oreja.
Y
entonces dijo esa frase, nuestra frase.
10-4-14
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