jueves, 10 de abril de 2014

Sin ti estoy ciega

En este caso el recorrido era inusual, aunque lo sabía, sobretodo por las curvas y frenazos del autobús; la diferencia con otros viajes era especialmente notable. ¿Me dice dónde está el centro comercial?. El encuentro tendría lugar dentro de cuarenta minutos. Según me contaron, suele haber un protocolo de presentación y están acostumbrados a nuevas afiliaciones. Sí claro, le faltan aún tres paradas. Ana cogió mi mano y dibujó con el dedo índice en mi palma. El sol achicharraba y la continua ida y venida de edificios ocasionaba una alternancia de calor y frescura en mis brazos.
Entonces me susurró esa frase, nuestra frase, al oído. Yo sonreí.
Apreté el bastón desmontado con mi mano derecha. El autobús parecía atestado, aunque esto era difícil de discernir dado el silencio al que los viajeros generalmente se someten. Nunca antes había estado en esta zona de la ciudad. Siempre que salía solo, acababa haciendo el mismo recorrido, aunque ella casi siempre me acompañaba allá donde iba.
Alguien había solicitado nuestra parada y ella me apremió para que me levantara y me dispusiera a salir del autobús. Me contuve de pie hasta que las puertas se abrieron, tras lo cual ella cogió mi mano y la posó en su hombro. Guiaba mis pasos, aunque no me avisó del escalón del autobús puesto que era el mismo en todas las paradas.
Y es cierto que irradiaba, mucho más que cuando subimos, y si no es una cuestión temporal, mucho más que en el centro. Por una extraña razón en las zonas más extraradiales siempre he tenido la sensación de que hace más calor; quizá sea la desolación industrial.
Puesto que nos sobra tiempo podríamos tomar antes un café, ¿qué te parece?
Moví la cabeza de un lado a otro. Juan tuvo un perro lazarillo y siempre decía que podía imaginar su cara cuando sacaba la cabeza por la ventanilla del coche. El sol irradiaba pero hacía una brisa que pocas veces he experimentado.

¿Cuál es tu nombre?
Ajetreaba sus papeles y cliqueaba eventualmente el ratón.
Jaime
Siguió moviendo los papeles. El aire acondicionado hizo estornudar a Ana, que amortiguó el sonido con su mano, tras lo cual me cogió la mano derecha que asomaba debajo de mis brazos cruzados.
Muy bien Jaime ¿y cómo estás?
No sostuve la mano de Ana y descrucé mis brazos. Mi bastón estaba desmontado; yo apoyado en él y él en el suelo.
No respondí, y se oyeron unas repentinas risas de una sala recóndita del edificio.
Si lo deseas, Jaime, tenemos una máquina de refrescos en la entrada, codificada en braille.
Hace años Ana me reprochó que yo no quisiera tener un perro lazarillo.
Perdona si... ─Ana dejó la frase a medio, tras lo cual no se oyó nada durante unos segundos. Y cuando digo nada es porque es nada. Ana acarició mi brazo con varios de sus dedos.
No me habían hablado del color de las paredes, pero intuía que era blanco, y que los ventanales eran lo suficientemente grandes para tener una buena excusa para poner el aire acondicionado a toda marcha.
Pues necesitaría usted rellenar previamente este protocolo
De nuevo, el sonido de papeles.
Muy bien ─dijo Ana. Escuché el sonido de pieles moverse, el cuero del bolso rozando con su camiseta.
No hace falta, aquí tiene un bolígrafo.
Muy bien ─repitió Ana
Son solo cuatro preguntas para clasificar su perfil, si lo prefiere las leo en voz alta, lo termino rápidamente y así accede al encuentro, que ya ha empezado.
No sabíamos lo de la encuesta ─dijo Ana. Acercó su hombro a mis brazo.
De acuerdo ─cliqueó varias veces con el ratón del ordenador─ sean breves, es puramente clasificatorio. ¿Seguro que no quiere un refresco?─. Me preguntó con una ligera inflexión en la voz.
No quiero un refresco ─La otra noche cenamos pollo asado. Ana había sacado la cubierta fina y yo no estaba a costumbrado a meter tenedores tan largos en mi boca...─. Venimos de tomarnos un café.
Eso está muy bien. ¿Cómo conocieron de la existencia de estos encuentros?
fue un amigo ─indiqué.
¿Un amigo? ¿él también acude a los encuentros?.
¿Él? ─...la idea era la de invitarlos a todos, seguramente la de sacar el tema y, entre todos, convencerme de la inconveniente actitud de negación y rechazo que suelo ostentar─. Él no está ciego, es abogado.
Muy bien ─tecleó en el ordenador─. ¿Desde cuando adolece de la discapacidad?¿cuál es el motivo de la misma?
Respiré hondo, un ronquido involuntario salió de mi garganta.
Desde hace nueve meses ─dijo Ana, se inclinó hacia adelante y bajó la voz─. Fue un accidente laboral.
Un grupo de gente comenzó a reír desde una sala, seguramente la misma de antes. Pero esta vez parecían risas de un carácter un tanto antinatural. Prolongaron la reiteración cíclica de carcajadas durante casi medio minuto.
¿Alguna prescripción médica?
¿Por qué se ríen? ─pregunté. No oía a Ana, estaba a mi lado y ni siquiera podía oler su peculiar y natural olor a melocotón─. ¿Qué les hace gracia?
Es un ejercicio de apertura.
¿Un ejercicio de apertura?¿qué carajo es eso?
Jaime.. ─Ana volvió a acariciarme el brazo con su mano. El bastón me permitía seguir teniendo contacto con el suelo. Me lo regaló Ana. También me iba a regalar el perro lazarillo, y fue ella la que también propuso que viniera a estos encuentros y la que se ofreció a costearlos.
Pues, está relacionado con la confianza, pero... ─las ruedas de su silla se movieron─. Será mejor que se lo preguntes a José una vez que pases. Yo solo soy la secretaria.
¿Tienes perro? ─le pregunté
¿Cómo? ─contestó
Ana me volteó y cogió mi mano derecha, con la que sostenía el bastón. Se puso de puntillas y susurró nuestra frase al oído.
¿Tienes un perro o no? ─fingí que Ana no estaba...
Sí, tengo perro
¿Necesitas que tu perro te complete?
Jaime, por favor ─...aunque ella seguía sosteniendo mi mano.
¿Te parece gracioso?¿les parece eso gracioso?le pregunté.
No es gracioso señor, no es gracioso Jaime, en absoluto.
Guardé silencio. Elevé el bastón, su mano se soltó, y lo plegué.
Has tenido que mirar mi nombre en la ficha ─le dije─. Puedes permitirte fingir que no lo has olvidado.

No me había dado tiempo de aprender el recorrido, y menos aún de memorizar las curvas y frenazos en sentido inverso. Ana, que estaba a mi lado, no había dicho nada durante la vuelta y tampoco me había tocado. Pero yo sentía su olor a melocotón.
¿Qué quieres hacer ahora? ─le pregunte, aunque ella no contestó e imaginé que estaba mirando por la ventana─. Lo que yo quiero ─apreté el bastón cerrando el mango con todos mis nudillos─. Lo que yo quiero es levantarme por las mañanas y que no me quede café. Quiero que me duela la cabeza por el calor, tener la oportunidad de levantarme con el pie izquierdo, ¿sabes?. Me gustaría tener miedo de que me despidieran y no tener que hacer frente a este estúpido litigio judicial. Me gustaría esforzarme lo justo para saber de dónde venimos ─comencé a hablar más lentamente─. No tener que estar tan atento si en algún momento quisiera volver─noté que se acercó a mí, noté su aliento cerca de mi cuello─. No me gustaría que tuvieras que acompañarme cada vez que viniera ─carraspeé y se atrancaron mis palabras─. Pero tampoco me gustaría venir solo.
Yo tenía la respiración honda. Sentí su aliento; sus labios casi rozaban mi oreja.
Y entonces dijo esa frase, nuestra frase.

10-4-14

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