martes, 15 de septiembre de 2015

Subjetivo

Hace poco leí una noticia en la que un señor que había sido ciego toda la vida de pronto conseguía ver gracias a una operación quirúrgica. La manera en la que describía el medio. Veía sin preceptos, no sabía que las líneas horizontales que separan un escalón de otro son claves para apreciar la profundidad. Todo era un torrencial de luz iriscente, sin patrones. Eso más que vértigo me producía mareo, pero a veces envidio una experiencia de ese tipo. El cerebro libre de presupuestos es el cerebro directo e indefenso ante la realidad ─como un náufrago perdido en medio del océano inapreciable para el resto de la humanidad. Las leyendas nos han enseñado que moriría anhelando su familia, anhelando sus últimos momentos de felicidad, ya sabes... el sabor de las fresas. Yo creo que no pensaría en nada de eso, solo se percibiría a sí mismo. El océano dejaría de ser océano y él dejaría de ser él mismo, y sus nostalgias, muchos antes de morir. El olor, el sonido de la marea, sería tan grande en tan inmenso silencio, que le permitiría volar muchos antes de hundirse─. ¿Cómo percibiría el señor con la visión recuperada los cambios del color de las nubes al anochecer? Quizás ese pequeño viraje de colores, como los arcoíris escondidos en las superficies de las burbujas, son pequeños vestigios ─o resquicios─ que nuestro cerebro nos deja para poder impresionarnos sin riesgo de tropezarnos al subir una escalera.
Lo importante al final es tener fe en que se puede ganar el juego, uno prefiere anticipar lo bueno por suceder y consagrarse a una fe provisional, antes que evaluar en su totalidad los posibles resultados. ¿Y si el mundo entero está confabulado en una ilusión?. Pienso en el tiempo, en este punto dentro de un filamento infinito de nuestro desarrollo evolutivo. Siempre hemos sido importantes, siempre quizás hemos sentido la supremacía, siempre hemos mirado atrás, ya sea con libros, con índices arqueológicos, o con mitos, y hemos sentido que nuestra testificación de los éxitos culminados ─el estar aquí sin saber muy bien como─ nos hace especiales. Sin embargo, nos quedamos cortos recapitulando, olvidamos el latir, la respiración, olvidamos lo irrisorio que es “ser yo”, olvidamos que morir y vivir forma parte de un mismo hito en el que solo confluyen cambios, readaptaciones. Olvidamos que nuestras esperanzas, nuestra humanidad, nuestro amor, nuestra necesidad, todo está infundido desde una fe necesaria, creer que todo es posible acaba haciéndolo posible. Todos quieren sentir su libertad, pero nadie mira sus condiciones.
Nos construimos, tenemos una vida para cumplir con nuestro objetivo. Nos engañamos, quizás hasta donde sea necesario; ciertas estrategias, por muy primitivas que resulten, nos ayudan a preservar el tejido de nuestro mundo, nos ayuda a seguir nuestro curso, no necesitamos ser muy conscientes, solo operar, continuar, formar parte de un engranaje que funciona solo.
Creo que hay que tener entereza para ver las cosas como son, no dejarse engañar por falsas y consolantes creencias que te permitan creer que tu posición en la vida es óptima.
Por tener, no tengo nada.
Yo suelo vaticinar las peores cosas. Mejor pensar lo peor y no desilusionarse. Pero lo cierto es que soy débil, que me entrego a lo que me dan. Y a veces también temo. Temo anhelarla, temo que esté ahí, temo no ver las cosas ocultas. Temo que vea mi miedo, que se aproveche de mis ojos ciegos. Antes que eso y antes de sumarme a un pensamiento mágico. Prefiero trasgredir, al menos con el pensamiento, y que mis pequeños actos inmorales sean como chinarros minúsculos lanzados a un río torrencial ─sin moral─, prefiero ser malo antes que ser demasiado bueno.








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