Para
María González, 13 de Septiembre de 2001
de
Felipe Soria.
María:
Me
resulta costoso arrancar un discurso en esta carta. Realmente no
tengo muy claro qué quiero decirte. Sin embargo, una fuerza
impetuosa y profunda me insta a hacerlo lo antes posible y con la
mayor honestidad posible.
Soy
perfectamente consciente de que hace mucho tiempo que no sabes nada
de mí, dos meses y tres semanas para ser exactos, y también puedo
sospechar, tras mi brusca marcha, el sumo desconcierto que estas
palabras pueden ocasionar en tí.
¡Qué
puedo decir!, está plenamente justificado, me esfumé motivado por
las extrañas sensaciones que en su momento me invadieron, sabes
perfectamente cuales eran, las conocías por su recurrencia.
Realmente, siempre lo has sabido todo de mí, tarde o temprano, lo
has sabido todo.
A
pesar de los días que consumía ensimismado, retirado de toda
interacción, abrazando la penuria y la nostalgia, en ocasiones, tu
reclamo captaba mi atención y despejaba así mi absorción. Era en
esos momentos cuando te contemplaba, en unas ocasiones desde arriba y
en otras desde abajo. Pero por muy lejanos que fueran mis viajes,
perdido, siempre ha habido una elástica cuerda que me retraía a tí,
o tú me retraías a tí misma, o me hacías retraerme a mí mismo. Y
así me reconectabas, mostrándome pretextos de gozo, hablándome de
la sencilllez, instándome, en ocasiones empujándome, al paseo. Soy
perfectamente consciente de que siempre me lo has dado todo, y con
cuanta entrega incondicional lo has hecho, aún sin esperanzar más
implicación por mi parte, tan solo dabas lo que dabas, por el valor
mismo de hacerlo, y si acaso confiabas en que lo apreciara en el
fondo, allá donde nunca te atreviste a socavar, donde nunca
cuestionabas nada. Hablo de aquello a lo que nunca hacías
referencia.
Simplemente
era así, esa impasividad, esa anhedonia. Lo tenías aceptado. Así
lo fue también para mí durante un largo período, sencillamente
tenía que dejarme llevar por mis oscilantes impulsos, por muy allá
que me fuera siempre confiaba en que tú estarías allí, encendiendo
de nuevo aquellas velas que se apagaban en mis viajes por falta de
oxígeno. Ciertamente durante un periodo, estaba plenamente
convencido de que todas las partes de mí estaban auténticamente
entregadas a tí. No tardé en cuestionar esa realidad, como otras,
movido por pensamientos analíticos, análisis de diferentes sistemas
de organización de los que infería que el sistema puede ser
abigarradamente complejo cuando se trata de preservar el estatus quo
del autoengaño, que diferentes parcelas de uno mismo pueden
condescender con el todo para no enfrentarse a realidades abyectas, a
sentimientos que nos ubicen en la más aparente de las
desconcertantes dimensiones, ese oscuro subsuelo de aniquiladores de
identidades, esa deshumana dimensión que anula la entidad
cognoscible de los objetos. ¡Siempre he tenido tanto miedo a eso!,
tanto que a pesar de mi “libre pensamiento” no he tenido más
valor que circunscribirme a los guiones determinados del día a día,
aquellos que me indicaban desquiciadamente los patrones a seguir para
no caer al fondo. Allá donde siempre atrevía a dar unos pasos
contando siempre con tu cuerda.
¡Dios
santo!, esto es de una tremenda racionalidad, estoy comtemplando
vívidamente todo el engranaje del complot que me soportaba a vivir
en esa pesada coyuntura, no sé hasta qué punto es devido
transmitírtelo completamente. ¡Qué diablos!, me expresaré abieta
y llánamente, como enuncié al comienzo de la epístola.
Me
gustaría que captaras dos tipos de dimensiones que siempre han
estado en mí dramáticamente opuestas. Una es toda aquella que
comprende las vivencias que me unen a todos los resortes que tú me
has ofrecido en el día a día. Para ser más concreto, me estoy
refiriendo a levantarnos por la mañana, tomar el desayuno, salir a
pasear (como ya mencioné). Pero también, a aquellos desquiciantes
patrones (que antes referí) que tenían la función de no hacerme
perder el salvaguardado contacto emanado contigo y que evitaban, no
el hecho en sí (es subjetivo), pero sí la imaginada, siempre temida
y consolidada alineación de mí mismo; habiendo sido tú, claro
está, el vínculo humano más profundo que he tenido nunca (mi
cuerda de arenas movedizas). Pero más especificamente también puedo
referirmeme a todas aquellas cosas sobre las que no recurría, o
sobre las que simplemente no me pronunciaba, como tener que estar
tantísimas horas con tus amigos hablando sobre la segura certidumbre
del mundo entre elegantes referencias y copas de vino, o condescender
con la resolución de que es justo que el mundo sea injusto, ya no
que haya una razón que escape a nuestro control y que determina que
existen los accidentes y la injusticia, vista ésta de forma natural.
Me refiero a esa idea tuya de injusticia que te ha servido para
legitimizar tu estatus, aquella que transciende vulgarmente de la
estocástica justicia, aquella que es coherente con el derecho
divino o por herencia, y que tenía que permitirme asumir que
sencillamente “cada uno tiene lo que se merece”, “o que si te
gastas todo el puto dinero que tienes en unos zapatos es porque es
importante para tí, o lo que es peor, porque te lo mereces”.
Me
gustaría que transciendias de juicios, y que percibieras a la vez
mis groseras expresiones como proclamos fervientes y tangenciales de
una necesidad encubierta no calmada. Esta es la segunda dimensión.
Esa otra parte de mí que testifica cuando todas las otras se
asientan y conforman. Esa otra parte de mí que jamás avala un
autoengaño, por mucho que lo pronuncie, ejecute y refunde. Aquella
que aumenta en presión cuando con inocente paso me sumo más y más
a mis propias trampas. Aquella que trae flashes en la noche, ideas
sin palabras asociadas. Aquella que tiene su propio diario de abordo.
No
puedo vivir con tantísimas capas, por eso me fui. Y ahora lo
comprendo realmente. No puedo continuar circunscribiendo las
operaciones de mi vida a un anclaje cultural, el cual me reconforta
inmediatamente pero me obliga mediatamente a fingir que todo lo que
no comprendo sencillamente no existe, y derivar todas aquellas
pulsiones profundas, esos nubarrones que nacen de nuestra cabeza y
que someto a agnosia, a una atribución ajena y estable, que nos
preserve de un cambio . ¿Es que acaso esta forma de interpretar
todos aquellos e incoherentes impulsos, que me desvían de esa
proclamada y limitante función, no está al servició justamente de
esa parte de mí que reniega aquello que diverge de esa función?, mi
raciocinio depende de un criterio secuestrado por mis miedos más
básicos.
Y
es que entonces, todo mi alarde, toda mi exhibición, todas mis
galardonadas y elucubrantes palabras, no son más que un consuelo
directo, una compensación. ¡Como así la chulería del necio, como
así el ladrido del perdedor!. Soy consciente de toda la pantomima
que siempre he enarbolado, y que también declaro en esta epístola,
aunque aquí sentencie refiriéndome a ella misma.
Quiero
tomar una respiración y recomponerme. Todo mi sobreesfuerzo y mi
evitación es el resultado de no mirar la realidad de frente. Y así
no se puede hacer, como no se puede buscar el erotismo explotando más
de lo mismo, o como no se puede mejorar una comprensión adosando
sinónimos. Todo el bello canto que siempre he trabajado no ha sido
más que el grito elaborado en armonía, resultado de mi castración.
Todo mi problema, ha sido no tener el valor de ver las cosas por su
sencillez. “Engalardonado poeta y reflexivo metafísico
aristócrata”, ¿tanto necesitaba diferenciarme de tí?.
Siento
haber estado contigo más de la cuenta. Siento haberme
autocompadecido como los violines y en otros casos haberte castigado
intentando hacerte sombra de mi ego. Siento no haberlo resuélto
antes.
Siento
haber sido tan cobarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario