jueves, 31 de enero de 2013

El almacén del maquinista

    ¡Paren! ¡Paren!. El maquinista  de bata blanca alzaba las manos como un muñeco hinchable de plástico. La terrible maquinaria dejó de funcionar. Los artificios cabezapensantes extinguieron la luz roja de su interruptor. El almacén se inundó de una cortina azulnegro como si el polvo acumulado incandesciera y conviertiera con su paso la carne en materia grisácea. Los cuerpos se quedaron tumefactos y quietos, con la mirada perdida y vacía, una microluna anodina se reflejaba en cada ojo que se proyectaba sobre la indeterminación del espacio, pura ceguera producida por la presión sorpresiva del súbito silencio inusual del local.
    Alguien, nadie sabía quién, había decidido detener súbitamente la implacable maquinaria que llevaba años trabajando. Uno de los operarios, con una gorra negra y desgastada, con acné y filamentos pueriles e inconstante sobre su bigote, un diente torcido en la punta frontal de su picuda boca, un acantilado de noventa grados de desviación que acumulaba mierda marrón en la parte trasera. Esa no era la razón de su acento bulbuceante, su ciceo roñoso, asqueroso como el alga atrapada en la ropa interior de una gorda. La lengua hablaba por el tío, no era el tío el que la utilizaba, o visto de otro modo, hablaba con la pesada carga de una lengua caricaturada que canta y celebra las directrices prohibitivas impuestas por su naturaleza atascada en un hermético estadio de deformidad. Su lengua se levantaba como una masa cortejada por levadura, poseyó al hombre que le daba su elemental función, y como un ama de casa que reclama decencia con el rodillo de cocina y los rulos en el cabello, achicó la poca dignidad del hombre. Los pequeños órganos, incluso orgánulos estaban despertando, esa pequeña maquinaria y su paradójico ruido silenciaba el levantamiento de la vida limitante, circunscrita y estable de estos elementos, así lo hizo durante años. Ahora sobre el silencio y la azulada atmósfera iban reaccionando con una secuencia azarosa pero torrencial. La ama de casa rompió la membrana de lo que antes era una corriente lengua y salió a descubrir el mundo. No era la única de su especie, en la sala se encontraba también un peluquero gordo, con el pelo marrón y la piel facial amarilla, había salido del dedo gordo del pie de otro empleado. Un vendedor de cuadros sonreía con enormes dientes, desproporcionalmente grandes y desproporcionalmente blancos, éste había nacido del pezón de otro empleado. Uno a uno, todas las cortezas de cuerpos que antes tenían un sentido tan claro de su existencia iban pereciendo sobre el suelo del almacén. El vacío del almacén había dejado paso a una nueva dimensión, una generación de vida más animada y alocada. Los nuevos personajes no tenían necesidad de depender del trabajo, no vivían condenados y maniatados a una costosa actividad sin objetivo.
    El maquinista de bata blanca, el que había ordenado la detención de las máquinas, bramaba con una intensa voz desde arriba de la máquina de destilación del producto.
    - ¡Jajajaja!, La nueva generación romperá la alienación, ¡Viva Marx!¡Viva el comunismo!.
    Todos los nuevos seres celebraron estas palabras, pero no reproducieron una respuestas entendible y sincrónica, sencillamente se descubrían unos a otros como gatos que analizan la ofrenda de un turista. Enseguida, la líbido precisa y célebre de cada uno controló la motricidad de los seres. Todos gritaban pavorosos y felices.
    - ¡Dejadmee cocinaaar una buena tortillaaa! - dijo la ama de casa mientras lenvataba la parte delantera de su falda con el rodillo de cocina.
    - Déjame probar a hacerte un buen trabajito – Se acercaba el peluquero a su entrepierna con mirada lasciva y curiosa. - ¡Soy un peluquero intelectual, permíteme! - Todos rieron a la vez mirándose y desquiciando la complicidad de la broma, subiendo unos cabezas sobre otras, alzando la voz más y más, babeando sobre las cabezas de los que se quedaban abajo de la pirámide que apuntaba a ninguna parte. Empezaron a construir una gran pieza uniforme, unos sobre otros con postura de saltamontes. Todos reían lascivos, celebrando esa actividad constructiva y en común, se sentían partícipes de una loca e impenetrable orgía, una religión compuesta de carne y huesos amontonados, unos sobre otros, una gran masa de mocos, cráneos, venas rápidas, virus, células, vida, vida y más vida, vida y destrucción, conquista del planeta. La ambición de los seres hizo de esa masa, con una forma cada vez más picuda, una gran pirámide donde desde el pico se percibia ruido visual producido por el baile alocado de los brazos que querían seguir intentando llegar a la cima. Ninguno sabía por qué lo hacía.
    - ¡Deténganlo, deténganlo, esto no es lo planeado! - el maquinista, libertador de las fieras gritaba despavorido, nadie más podía oírlo, ahora estaba solo.
    La pirámide crecía ya no por la aglutinación y restructuración de los seres, había un crecimiento protoplasmático, se contraría como el corazón de un adolescente, aumentaba en musculatura, aumentaba la presión de los ojos sobre las órbitas de los seres. Las manos, dedos y brazos se colaban por las cisuras de la maquinaria. No cesaba de crecer, poco a poco llegaba al techo del almacén. Un escape de gas.
    El maquinista tenía que pararlo como sea, había comentido un grave error.
    Una gran cara, como el de un blowfish emergió sobre la masa caótica y descumpuesta que habían formados los seres. Abrio la boca, una boca imperfecta, con piernas y utilerias entre sus sangrientas comisuras - ¡Ahora es demasiado tarde, ya no puedes detenerlo!¡Detenerlo!¡Deteneeeerlooooo! -.
    En un último grito la carga de carne explotó, echó sus tripas sobre las máquinas, un brazó se torró colgando en la válvula del escape de gas. El maquinista presenció la explosión, desde una esquina, abriendo la boca y sacando sus ojos de las cuencas, esa explosión se produjo frente a sí mismo desde la impotente esquina en la que se encontraba atrapado. La explosión sucedió en su campo perceptivo y se repitió a cámara lenta en su cerebro mientras la mugriente matería se acercaba a él como balas de cañón, para luego deconstruirlo en nada, descomponerlo como si el blowfish estuviera finalmente compuesto de ácido.
    El almacén se quedó en silencio, pausado. La maquina estaba destrozada y doblada, como un castillo de arena meado. Una masa pastelosa, verde y viscosa se esparcía por toda la habitación como un campo celeste sobre el que ocurrían pequeñas explosiones eléctricas. La microvida murmuraba su constancia sobre ella, un latido gigante de corazón convertido en un constante aleteo de colibrí, como diminutos enanos puestos unos sobre otros  en una cámara de gas. Ahí estaban, en un espacio tan minúsculo que no llegaban al umbral perceptivo, tan solo intuitivo. Ese murmullo constante y eléctrico se fue disipando poco a poco. La sala quedó vacía, destrozada y desolada, esperando en la eternidad un siguiente ciclo de vida, o lo que diantres fuera.      
                                                                                                
    31/1/13

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