¡Paren! ¡Paren!. El maquinista de bata blanca alzaba las manos como un muñeco hinchable de plástico. La terrible
maquinaria dejó de funcionar. Los artificios cabezapensantes
extinguieron la luz roja de su interruptor. El almacén se inundó
de una cortina azulnegro como si el polvo acumulado incandesciera y
conviertiera con su paso la carne en materia grisácea. Los cuerpos
se quedaron tumefactos y quietos, con la mirada perdida y vacía,
una microluna anodina se reflejaba en cada ojo que se proyectaba
sobre la indeterminación del espacio, pura ceguera producida por la
presión sorpresiva del súbito silencio inusual del local.
Alguien, nadie sabía quién, había
decidido detener súbitamente la implacable maquinaria que llevaba
años trabajando. Uno de los operarios, con una gorra negra y
desgastada, con acné y filamentos pueriles e inconstante sobre su
bigote, un diente torcido en la punta frontal de su picuda boca, un
acantilado de noventa grados de desviación que acumulaba mierda marrón en la
parte trasera. Esa no era la razón de su acento bulbuceante, su
ciceo roñoso, asqueroso como el alga atrapada en la ropa interior
de una gorda. La lengua hablaba por el tío, no era el tío el que
la utilizaba, o visto de otro modo, hablaba con la pesada carga de
una lengua caricaturada que canta y celebra las directrices
prohibitivas impuestas por su naturaleza atascada en un hermético
estadio de deformidad. Su lengua se levantaba como una masa
cortejada por levadura, poseyó al hombre que le daba su elemental
función, y como un ama de casa que reclama decencia con el rodillo
de cocina y los rulos en el cabello, achicó la poca dignidad del
hombre. Los pequeños órganos, incluso orgánulos estaban
despertando, esa pequeña maquinaria y su paradójico ruido
silenciaba el levantamiento de la vida limitante, circunscrita y
estable de estos elementos, así lo hizo durante años. Ahora sobre
el silencio y la azulada atmósfera iban reaccionando con una
secuencia azarosa pero torrencial. La ama de casa rompió la
membrana de lo que antes era una corriente lengua y salió a
descubrir el mundo. No era la única de su especie, en la sala se
encontraba también un peluquero gordo, con el pelo marrón y la
piel facial amarilla, había salido del dedo gordo del pie de otro
empleado. Un vendedor de cuadros sonreía con enormes dientes,
desproporcionalmente grandes y desproporcionalmente blancos, éste
había nacido del pezón de otro empleado. Uno a uno, todas las
cortezas de cuerpos que antes tenían un sentido tan claro de su
existencia iban pereciendo sobre el suelo del almacén. El vacío
del almacén había dejado paso a una nueva dimensión, una
generación de vida más animada y alocada. Los nuevos personajes no
tenían necesidad de depender del trabajo, no vivían condenados y
maniatados a una costosa actividad sin objetivo.
El maquinista de bata blanca, el que
había ordenado la detención de las máquinas, bramaba con una
intensa voz desde arriba de la máquina de destilación del
producto.
- ¡Jajajaja!, La nueva generación
romperá la alienación, ¡Viva Marx!¡Viva el comunismo!.
Todos los nuevos seres celebraron
estas palabras, pero no reproducieron una respuestas entendible y
sincrónica, sencillamente se descubrían unos a otros como gatos
que analizan la ofrenda de un turista. Enseguida, la líbido precisa
y célebre de cada uno controló la motricidad de los seres. Todos
gritaban pavorosos y felices.
- ¡Dejadmee cocinaaar una buena
tortillaaa! - dijo la ama de casa mientras lenvataba la parte
delantera de su falda con el rodillo de cocina.
- Déjame probar a hacerte un buen
trabajito – Se acercaba el peluquero a su entrepierna con mirada
lasciva y curiosa. - ¡Soy un peluquero intelectual, permíteme! -
Todos rieron a la vez mirándose y desquiciando la complicidad de la
broma, subiendo unos cabezas sobre otras, alzando la voz más y más,
babeando sobre las cabezas de los que se quedaban abajo de la
pirámide que apuntaba a ninguna parte. Empezaron a construir una
gran pieza uniforme, unos sobre otros con postura de saltamontes.
Todos reían lascivos, celebrando esa actividad constructiva y en
común, se sentían partícipes de una loca e impenetrable orgía,
una religión compuesta de carne y huesos amontonados, unos sobre
otros, una gran masa de mocos, cráneos, venas rápidas, virus,
células, vida, vida y más vida, vida y destrucción, conquista del
planeta. La ambición de los seres hizo de esa masa, con una forma
cada vez más picuda, una gran pirámide donde desde el pico se percibia
ruido visual producido por el baile alocado de los brazos que
querían seguir intentando llegar a la cima. Ninguno sabía por qué
lo hacía.
- ¡Deténganlo, deténganlo, esto no
es lo planeado! - el maquinista, libertador de las fieras gritaba
despavorido, nadie más podía oírlo, ahora estaba solo.
La pirámide crecía ya no por la
aglutinación y restructuración de los seres, había un crecimiento
protoplasmático, se contraría como el corazón de un adolescente,
aumentaba en musculatura, aumentaba la presión de los ojos sobre
las órbitas de los seres. Las manos, dedos y brazos se colaban por
las cisuras de la maquinaria. No cesaba de crecer, poco a poco
llegaba al techo del almacén. Un escape de gas.
El maquinista tenía que pararlo como
sea, había comentido un grave error.
Una gran cara, como el de un blowfish
emergió sobre la masa caótica y descumpuesta que habían formados
los seres. Abrio la boca, una boca imperfecta, con piernas y
utilerias entre sus sangrientas comisuras - ¡Ahora es demasiado tarde, ya no puedes
detenerlo!¡Detenerlo!¡Deteneeeerlooooo! -.
En un último grito la carga de carne
explotó, echó sus tripas sobre las máquinas, un brazó se torró
colgando en la válvula del escape de gas. El maquinista presenció la
explosión, desde una esquina, abriendo la boca y sacando sus ojos
de las cuencas, esa explosión se produjo frente a sí mismo desde
la impotente esquina en la que se encontraba atrapado. La explosión
sucedió en su campo perceptivo y se repitió a cámara lenta en su
cerebro mientras la mugriente matería se acercaba a él como balas
de cañón, para luego deconstruirlo en nada, descomponerlo como si
el blowfish estuviera finalmente compuesto de ácido.
El almacén se quedó en silencio,
pausado. La maquina estaba destrozada y doblada, como un castillo de
arena meado. Una masa pastelosa, verde y viscosa se esparcía por
toda la habitación como un campo celeste sobre el que ocurrían pequeñas explosiones eléctricas. La microvida murmuraba su
constancia sobre ella, un latido gigante de corazón convertido en un constante
aleteo de colibrí, como diminutos enanos puestos unos sobre otros en una cámara de gas. Ahí estaban, en un espacio tan minúsculo
que no llegaban al umbral perceptivo, tan solo intuitivo. Ese
murmullo constante y eléctrico se fue disipando poco a poco. La
sala quedó vacía, destrozada y desolada, esperando en la eternidad
un siguiente ciclo de vida, o lo que diantres fuera.
31/1/13
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