sábado, 29 de marzo de 2014

el reloj de arena

¿Pero a ti te gusta escribir?, me pregunta ella mientras paseamos por los jardines de la granja. Es Domingo, los fines de semana no tenemos que trabajar y hoy ninguno de los dos propuso coger el autobús para ir a la ciudad, a pesar de que hace un día perfecto. Ana es pintora, estudió bellas artes en Madrid y ahora quiere viajar para aprender inglés. Hoy hace dos semanas que vino a al granja, llegó empapada y algo atorada; no estaba acostumbrada a la lluvia de Irlanda. Le destinaron la cama sin ocupar de la habitación en la que yo dormía, lo cual, lejos de facilitar que me familiarizada con ella me volvió aún más retraído que en otras circunstancias. ¿No me respondes? Te he visto escribir algunas noches, ¿es un diario?. ¿Qué quiere que le cuente? ¿Que soy un trotamundos que no cree en la utilidad de casi nada? ¿Debo describirle mis escritos trabados del cuaderno? ¿Debo contarle que escribo por el mero hecho de abusar de la palabra y de la fugacidad de imágenes como si fueran búnkers ante la realidad?. Tengo que ir a coger algunas calabazas; me despido y me dirijo al bosque; si mi reacción no le ha resultado estúpida, al menos debió resultarle inquietante. En Irlanda nunca deja de llover, pero en algunas parcelas del bosque las hojas de los árboles retienen la lluvia. Cuando paseo por debajo de los árboles siento que un imperfecto paraguas me cubre junto al envolvente sonido de las hojas, como si fuera una carpa de circo y yo un animal descansando en la noche. Al final las gotas caen, y aunque eventualmente, desde la corona de los árboles son arrojados pequeños torrentes de agua que se acumularon en la concavidad de las hojas, toda la parcela está inundada de pequeñas gotas que parece que se resisten a tocar el suelo. Flotan livianas, como si se hubieran descargado en la frondosidad, como si se hubieran limpiado hasta desgravitarse al final de su trayecto, justo antes de morir. Ando dejando mis huellas sobre el barro, avanzo, y a cada paso las gotas se posan en mi como polillas, o quizá soy yo quien se posa poco a poco en ellas, hasta flotar del único modo posible; sintiendo la muerte debajo de mis pies, o intuyendo un arrojadizo abismo en algún lugar próximo.
El terreno es húmedo, un pequeño riachuelo cruza el camino compuesto de hojas rojas. Me desvío y lo sigo desmarcándome de la senda. A los diez metros llego a una pequeña reclusión de agua coloreada por extrañas bacterias. Un tallo nació del fondo y sus pequeñas ramas asoman hacia la superficie, el agua estancada permitió que creciera. En este tipo de encuentros con la naturaleza encuentro una perfección indescriptible; todo sucede gracias a un silencio que se eleva sobre el constante fluir del agua, y que va más allá del rozamiento de las hojas, que se mueven por el efímero tránsito del viento. La naturaleza tiene su propio latido, y todo sonido, por impredecible que resulte de primeras, acaba encharcándose de una sincronizada respiración. En la playa de la concha el calor es insoportable, a veces lo anhelo, aunque he dado tantas vueltas por el mundo que ya no sé qué es lo que más echo en falta. Pero a veces suelo recordar las olas, siempre constantes y latentes en todos los momentos que compartí allí. Esas olas fueron como el latido de mi madre mientes estuve en su vientre. ¿Acaso no todas las cosas nos retrotraen a otra cosa anterior? Quizá ese latido que yo patenté, en el mar y ahora en este bosque, siempre ha sido el mismo. Si esto es así, entonces todo está dentro de mí; no hay nada fuera, y en este bosque no acontece espiritualidad alguna y todo es una pantomima practicada. Al final siempre me enfado, concretamente me enfadan las vueltas que siempre doy en mi mente, las vueltas que doy por el mundo, y hasta las vueltas por este bosque acaban resultando tediosas, por no hablar de las vueltas que doy entre la exuberancia y el desprecio por lo vivo. Siempre he sido un testigo de mi vida; me dijo un anterior “woofer”. Él era terapeuta y hacia un alarde desmedido de su actitud por decir todo lo que piensa. Pero tenía razón, evito hablar de mi vida para evitar que alguien desmienta mi frágil torre de marfil. Me he pasado la vida entera buscando, buscando y buscando, y solamente he encontrado espejos en los que he conseguido validar mi reflejo, y he olvidado que un espejo frente a otro extingue la energía de la luz, y al final el espejo no refleja nada. Cuando la tristeza se junta con la tristeza la tristeza se potencia aún más, eso, o también uno puede tomar la decisión de congraciarse en una tarea litúrgica de colorear una vida sin ambages; qué mejor que cuatro manos para pintar sobre cristales oscuros. ¡Toda la vida es un espejo! La habitación donde duermo, cada ciudad a la que viajé y en la que intenté olvidar que estuve en la anterior. Ana también es un espejo, un espejo reaparecido en el que ya me arrojé miles de veces. Toda porción de tierra y de mar es un espejo, la arena de la playa de la concha es un espejo, y esa arena que pisé durante años fue la que compuso la estructura del reloj que he cargado otros tantos, y cuyos dos recipientes también se miran y se anulan mutuamente como dos espejos. Las olas que cadenciaban mi relación con Gabriel, esas olas. Me desgarra por dentro falsearlas, deshacerme de ellas. También en torno a Gabriel doy vueltas. ¿Sabría él que se había convertido con los años, aunque ni tan siquiera habláramos, en el eje de mi amor y mi tedio? ¿Sabía él lo que hacía cuando me lanzó animoso a esta aventura, cuando me pidió que escapara?. No sirve de nada saber, me he levantado demasiadas mañanas constatando que la mentira es inextricable. Lo que pienso son impulsos bioeléctricos, lo que recuerdo son impulsos bioeléctricos, lo que siento son impulsos bioeléctricos. Siempre he renegado de toda condescendencia con mi propia naturaleza; “el rojo es amor, el verde es frondosidad, el marrón es caducidad”. He requerido construir una vida entera basada en la continua deconstrucción de mis fenómenos básicos; lo mío ha sido cortar y recrear, cada vez de forma más compleja, cada vez creyéndome más especial, pero lo único que he conseguido es haber vivido quince años en la carpeta del borrador. Siempre me he creído libre, he intentado jugar a las marionetas con mis impresiones, pero jamás he intentado preguntarme por el origen de mis títeres, ni siquiera les he apreciado, ni siquiera les he dado valor ¡Oh dios!. Apoyo mis manos en el césped, está húmedo y mis dedos se untan de fango. Me he convertido en un hombre de metal. He operativizado los elementos de mi, mirando los árboles y olvidando el bosque, he operativizado lo que creo que controlo para ejecutarme libre en la vida, y esperando una correspondencia inmediata por mi fortaleza. Jamás he mirado la vida por lo que es, y nunca me he preocupado por entender el lenguaje. Pero la parte más esencial de mí me ha astringido por detrás, me ha atorado noches enteras la garganta, ha extendido las arrugas de mis párpados, ha inflamado mi corazón para convertirlo en una pesada carga que siempre he acumulado en el pañal. Y ahora me duele la cadera de tanto cagar mi integridad. ¡Gabriel! Tú me empujaste a otra vida, y yo te he odiado porque mitifiqué tu franqueza, di crédito a tus designios como si fueras un guardia de tráfico y yo un conductor nobel. He manufacturado un maestro sagaz del relativismo y jamás he visto la absoluta determinación que tu figura ha tenido en mí. He querido crear una planta de tu semilla, y he convertido ese medio en mi objetivo. Y lo he estado haciendo con adornos, con bolas de navidad, sin escucharme profundamente, si acaso apreciando los recuerdos maquetados, categorizando las ondas de los latidos, acudiendo a la meditación, como a este bosque, como acudía a misa los domingos con mi madre pensando en el croissant del después. No me he escuchado porque únicamente he mirado el tiempo a través del cristal del reloj que me diste. He seguido adelante, he tenido miedo a romperlo y he sublimado la belleza, sin entender su fundamento. Quiero mojar la arena seca en estas tierras húmedas, quiero ser una gota flotante que sobreviva al frondoso estrato de la planta que generé y que lleva tu nombre, quiero bajar al espacio terrenal y moverme liviano, sin pañal, al menos, antes de alcanzar la muerte. En realidad quiero la muerte, y quiero rebotar al borde del abismo para dirigirme a un nuevo recodo. ¡Sin arcángeles, Gabriel!. Quiero romper el tiempo y hacer añicos todos los espejos. Sin arcángeles, Gabriel, esta vez sin arcángeles.


29-3-14

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