martes, 25 de marzo de 2014

el reloj de Gabriel

El colegio fue algo fugaz, aunque en él aprendí todo lo necesario para saber cómo saber, o cómo no saber, lo cual se convirtió a lo largo del tiempo en mi más esencial inquietud. Algo se gestó en la playa, de eso estoy seguro, desde el momento que aquella pelota se me escapó de las manos, y Gabriel la cogió, enfadado, por haberse enredado entre su red.
Qué decir del aula del colegio, donde compartí tantos momentos con mis amigos, donde reíamos y nos preocupábamos por otro son que no se batuteaba por nuestro tutor. Esos pasillos extensos y las luces ocre de las viejas lámparas tendidas del alto techo, sobre el que la indiferencia de nuestro albedrío no llegó a plasmarse, sobre el que las generaciones pasaron royendo como ratones que conocen a la perfección el principio de placer y que se privan de cuestionar la procedencia de la mano que los alimenta. En esos pasillos, vivimos condensando nuestra marcha de aula en aula, empujándonos con las mochilas, luciendo nuestros peinados y yéndonos la vida en ello. Por ese pasillo anduvimos durante años, para luego, perdernos en el tiempo, en un angosto mar, donde todos nos perdimos de vista como un zócalo que la erosión divide.
A saber qué sería de Juan el del tirachinas, o de Jorge el metegatos o Antonio y sus peleas en el campo con las abejas.

Pero al fin y al cabo, ese colegio era una extensión de la oquedad de mi hogar. No era sino en la playa, donde el sol no dejaba de fulgurar y las dispersas conchas avisaban de su localización con el reflejo del sol, donde yo descubrí un espacio diferente, un espacio intersectivo que conectaba mi vida de ahora con mi pasado. Era Gabriel, en su labor constante, en ese rincón que las rocas protegían del viento y que preservaban su temple, donde él con sus precisas palabras, consiguió que yo valorara el silencio, y que imaginara el movimiento de las rocas, pese a su obvia quietud. Y daba igual donde estuviera porque ese silencio y ese movimiento siempre volvían a mí de algún modo. Siempre estaba ahí, ya sea en los laberintos de las tuberías que se escondían en tantas ciudades por las que paseé, o en los árboles, como éste, sobre el que me recupero apoyado tras ocho horas de reforestación con la familia Hadddison. Al final todo volvía a su primer código: Gabriel. Era aquel hueco minúsculo del mundo, en la playa de la concha, sobre esa arena fina que fue de un hueco a otro del reloj; fue Gabriel en la intersección, lo que cambió las dimensiones del tiempo. Aunque era yo el que debía ahora romper los cristales del reloj que contiene esa arena. Fue allá, en el otro lado del mundo, donde la semilla, que cada vez toma más parte de mí, se gestó, se regó y comenzó a germinar. Y fue en el reflejo de Gabriel, aunque no lo viera, y en mi marcha, y en mis continuos reencuentros, donde acabaría por descubrir esa semilla enraizada en mí. Esa semilla es ahora innegable, mucho más clara de distinguir una vez que el tiempo y la paciencia se combinan para destrincar la madeja que la rodea. Al final la descubrí ahí, negada por la memoria pero indeleble en mi recuerdo. Esa semilla siempre me hizo querer más, querer incluso lo que no era capaz. Esa semilla se apropiaba de todas mis compañías, de las personas que más cerca estuvieron, pero que yo desterré. Era como un imán con dos polos, lo que temes y lo que más profundamente anhelas. Sin Gabriel no hubiera habido conflicto, sin conflicto no hubiera habido búsqueda, sin búsqueda nunca habría encontrado este silencio; el hueco sin viento, donde la pelota y el juego se enredaron aquel día en la sencilla labor de mi maestro.


25-3-14

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