El
colegio fue algo fugaz, aunque en él aprendí todo lo necesario para
saber cómo saber, o cómo no saber, lo cual se convirtió a lo largo
del tiempo en mi más esencial inquietud. Algo se gestó en la playa,
de eso estoy seguro, desde el momento que aquella pelota se me escapó
de las manos, y Gabriel la cogió, enfadado, por haberse enredado
entre su red.
Qué
decir del aula del colegio, donde compartí tantos momentos con mis
amigos, donde reíamos y nos preocupábamos por otro son que no se
batuteaba por nuestro tutor. Esos pasillos extensos y las luces ocre
de las viejas lámparas tendidas del alto techo, sobre el que la
indiferencia de nuestro albedrío no llegó a plasmarse, sobre el que
las generaciones pasaron royendo como ratones que conocen a la
perfección el principio de placer y que se privan de cuestionar la
procedencia de la mano que los alimenta. En esos pasillos, vivimos
condensando nuestra marcha de aula en aula, empujándonos con las
mochilas, luciendo nuestros peinados y yéndonos la vida en ello. Por
ese pasillo anduvimos durante años, para luego, perdernos en el
tiempo, en un angosto mar, donde todos nos perdimos de vista como un
zócalo que la erosión divide.
A
saber qué sería de Juan el del tirachinas, o de Jorge el metegatos
o Antonio y sus peleas en el campo con las abejas.
Pero
al fin y al cabo, ese colegio era una extensión de la oquedad de mi
hogar. No era sino en la playa, donde el sol no dejaba de fulgurar y
las dispersas conchas avisaban de su localización con el reflejo del
sol, donde yo descubrí un espacio diferente, un espacio intersectivo
que conectaba mi vida de ahora con mi pasado. Era Gabriel, en su
labor constante, en ese rincón que las rocas protegían del viento y
que preservaban su temple, donde él con sus precisas palabras,
consiguió que yo valorara el silencio, y que imaginara el movimiento
de las rocas, pese a su obvia quietud. Y daba igual donde estuviera
porque ese silencio y ese movimiento siempre volvían a mí de algún
modo. Siempre estaba ahí, ya sea en los laberintos de las tuberías
que se escondían en tantas ciudades por las que paseé, o en los
árboles, como éste, sobre el que me recupero apoyado tras ocho
horas de reforestación con la familia Hadddison. Al final todo
volvía a su primer código: Gabriel. Era aquel hueco minúsculo del
mundo, en la playa de la concha, sobre esa arena fina que fue de un
hueco a otro del reloj; fue Gabriel en la intersección, lo que
cambió las dimensiones del tiempo. Aunque era yo el que debía ahora
romper los cristales del reloj que contiene esa arena. Fue allá, en
el otro lado del mundo, donde la semilla, que cada vez toma más
parte de mí, se gestó, se regó y comenzó a germinar. Y fue en el
reflejo de Gabriel, aunque no lo viera, y en mi marcha, y en mis
continuos reencuentros, donde acabaría por descubrir esa semilla
enraizada en mí. Esa semilla es ahora innegable, mucho más clara de
distinguir una vez que el tiempo y la paciencia se combinan para
destrincar la madeja que la rodea. Al final la descubrí ahí, negada
por la memoria pero indeleble en mi recuerdo. Esa semilla siempre me
hizo querer más, querer incluso lo que no era capaz. Esa semilla se
apropiaba de todas mis compañías, de las personas que más cerca
estuvieron, pero que yo desterré. Era como un imán con dos polos,
lo que temes y lo que más profundamente anhelas. Sin Gabriel no
hubiera habido conflicto, sin conflicto no hubiera habido búsqueda,
sin búsqueda nunca habría encontrado este silencio; el hueco sin
viento, donde la pelota y el juego se enredaron aquel día en la
sencilla labor de mi maestro.
25-3-14
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