Me sorprendo al constatar, y solamente soy un sucinto testigo,
el
modo en que la discreta expansión de lo ligero
acaba
por conquistar el paisaje perpetuo,
el
modo en que lo arcaico
arena
las arrugas y desgasta las vigilias,
absorbiendo
el sol en los muros
que
solo miran
lo
que fue.
Las
cicatrices se perpetúan y
la
hierba crece en sus costras caídas,
avivando
las esperas.
En
el fondo, en esa esencia oscura
de
lo malvivido, en la quejosa
madera
de la mecedora,
un
sapo aguarda dormido, impertérrito a
las
inundaciones y las sequías.
Y
si la herida ya lo mató,
¿Entonces
qué es esto? se pregunta;
herrumbre
del hábito,
carcoma
del abuso,
cimientos
aparcados que
soportan
la lejana inflamación
de
las miradas,
una
historia atascada, la deserción
de
la espesura y del recuerdo.
Pero
sus marcas se deponen como máscaras
que
buscan aparearse entre olas oscuras.
Y
una eléctrica onda deviene
que
orquesta las extremidades muertas
(las
mueve como perros que van a ser
arrojados
al contenedor).
¡Pero
la piedra respira! ¡La sangre se descoagula!
¡El
sol es fuego y el tiempo obtuso!.
Detrás
de sus secas cabelleras,
también
se esconde el fluir
de
las montañas.
JUAN RULFO, casa en ruinas, 1955
13-2-14
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