martes, 16 de noviembre de 2010

LA PLANTA (16-11-10)

Hay un florero en un balcón, éste contiene una planta. Sírvase de ejemplo de mi turbia y tangencial percepción: cuando las hojas se mueven, gracias al trayecto del viento por la calzada, que alcanza las hojas salientes respecto del área del balcón; veo un movimiento sinuoso, una orden de ritmos que se acompasan consigo mismos. Seguramente el movimiento de esas pocas hojas afecta al resto de la planta, que en contraste con las hojas, está plantada como un zócalo pesado en la maceta. Ese particular movimiento no rompe la armonía del conjunto, pues su ritmo, quizás distónico con el que intentan vender las ráfagas del viento, es atenuado por su dependencia con el resto de la inamovible planta. Esas selectas hojas quieren unirse y dejarse llevar por el fluir y la fluctuación rítmica externa. Pero acaban creando su propia onda diferencial, la suma de las partes de su limitación y su estimulación. No es una distorsión, su contemplación no se descongracia estéticamente, ese ritmo crea su propia onda. Es su propia onda. Y al igual que la suma de todas las ondas individuales del planeta, su conjunción da como resultado un fenómeno único. Y su idiosincrasia, en su formalismo, puede equipararse a la conjunción de la aurora volear, de los vapores del desierto, de el magma fundiéndose con la nieve, también a la sed de un perro, a la lágrima de una estatua, a la apacigüidad de las cortinas tras cerrar las ventanas. No hay nada fuera más sublime que lo cercano, si regresamos a otro estadio más sensible, no existe lo mediocre, ése solamente somos cada uno de nosotros. Nosotros somos las hojas que se sumaron a una corriente más veloz, pues somos de naturaleza disruptiva. El hedonismo nos ha hecho romper las ramas, nuestra sed reticente ha hecho retroceder al tronco y arrastrarnos a una beligerancia aislada, donde ya en potencia no aspiraremos a más fruto que perecer.

16-11-10

FRAN ANDREU

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